MAMÁ, ADÓNDE VA ESE TREN

MAMÁ, ¿ADÓNDE VA ESE TREN?

Acababa de irse don Emiliano, el médico, y le había dicho que debía seguir guardando reposo. La fiebre aparecía cada tarde como uno de esos visitantes que, aunque esperados, siempre resultan sorpresivos e inquietantes.

Eran ya muchos los días que llevaba tendida en su cama, mirando al techo y esperando que ocurriera algo que la distrajera y la sacara de la monotonía en que vivía.

Pero no por eso se sentía más desgraciada que los demás niños que jugaban cada día en la calle mientras ella guardaba reposo. Era duro estar en la cama día tras día, sin embargo, había algo que mitigaba esa pena y le ayudaba a soportar mejor el aburrimiento que le reportaba esta situación. 

Y todo porque cada mañana disfrutaba de la presencia de un artilugio que la tenía subyugada y hasta hechizada. Y este no era otro que el tren. En cuanto escuchaba el silbido de la máquina, se ponía de pie aunque le costara un gran esfuerzo (con demasiada frecuencia le faltaban las fuerzas) y apretaba la nariz contra el cristal de la ventana de su habitación para así contemplar mejor aquel gigante de hierro y ver a la gente que bajaba o subía a él. Ella no salía de casa pero en su mente y con su imaginación se introducía dentro de aquellos vagones, que no había visto nunca pero que pronto esperaba hacerlo, y viajaba a lugares tan lejanos y remotos que los niños del pueblo no podían ni imaginar. Es verdad que la enfermedad la tenía postrada en cama desde hacía ya varios meses. Y aunque tomaba todos los días el jarabe (que sabía a rayos) que le había prescrito don Emiliano, no mejoraba. El médico la animaba: “pronto vas a salir de casa”. “Y voy a viajar en el tren a ver a mi padre”, le respondía. “Sí, hija, sí”- añadía la madre. “Las dos nos vamos a ir juntas a buscar a papá”. Y miraba con sonrisa triste a don Emiliano, pues los dos sabían que era casi imposible que aquello sucediera.

Aquella mañana se despertó pronto para poder contemplar el tren. A ella no le quedaba otra cosa que desear que su estado de salud le permitiera experimentar que era cierto que cuando subías a uno sentías una gran  sensación de paz y bienestar. Había oído decir a los viajeros que pasaban ante su ventana que venían cansados, pero dichosos y alegres de haber realizado tal o cual viaje. Y por eso se había prometido que, en cuanto se curara del todo, lo primero que haría sería tomar aquel tren y viajar lejos, muy lejos. No pensaba elegir un lugar concreto. Subiría y se dejaría llevar por él hasta que no tuviera más remedio que apearse. Esperaba que la llevara a algún país maravilloso, incluso que no parase nunca. Le parecía que debía de ser muy bello viajar continuamente sin detenerse nunca; solo viajar, viajar…

Miraba por la ventana a través de los cristales, empañados por el vaho de la mañana, cómo descendían y subían los viajeros al tren. De vez en cuando frotaba con la manga de su jersey, ya descolorido por el uso, la transparente superficie, por momentos opaca, para mejorar la visión. ¡Cómo disfrutaba viéndolos ir y venir con sus maletas, bolsas, aperos, canastos y demás! ¡Qué envidia sentía cuando veía a algún niño, acompañado de sus padres, dispuesto a subir al tren! 

Aunque ella se sentía una privilegiada, pues su casa estaba situada al lado de la estación de ferrocarril y podía sentir la magnitud y grandiosidad de la gigantesca oruga que formaban la máquina y todos sus vagones. Presenciar el mismo ritual cada mañana y cada atardecer la resarcía de todos los sinsabores que la vida le había proporcionado. Esos momentos eran los más importantes del día. Los que justificaban todo el sacrificio que le suponía permanecer en casa guardando el reposo que el médico, o sea, don Emiliano, le había recomendado. 

No podía viajar pero su mente no paraba de recorrer lugares exóticos que ella se había creado con la ayuda de retazos de historias que había ido acumulando y que le habían contado aquellas personas anónimas y que, sin ellos saberlo, le transmitían a través de la ventana de su habitación; y que, a pesar de que su madre la reñía por ello, mantenía abierta – incluso en invierno – para así mejor escuchar las vivencias de aquellas gentes.

            Cuando sentía el ronroneo de la  máquina de vapor y el traqueteo de las ruedas sobre los raíles, se levantaba de la cama de inmediato y se dirigía a su ventana a mirar. Se le transfiguraba la cara cuando el vapor de agua envolvía y ocultaba el tren de su vista  La sonrisa le dulcificaba el rostro de por sí alegre y jovial cuando se abría la primera puerta y veía descender al revisor y pasar ante su ventana camino del despacho del  jefe de estación.  Incluso a veces daba palmadas al ver descender a los viajeros. Si la puerta quedaba frente a su ventana, se afanaba por ver el interior del vagón y miraba con sumo interés y esfuerzo, doblando y moviendo la cabeza de un lado para otro. Una de las cosas  que más le intrigaba era saber cómo serían los asientos. Le habían contado que eran muy distintos según el precio del billete. Los había de primera, de segunda y de tercera clase. Quizás por eso las personas que descendía del tren vestían de forma distinta. Algunos de traje con corbata y chaleco y con maletas de viaje; otros de manera más sencilla y con canastos, hatillos y bultos de  todas las formas imaginables. Un día pudo ver el interior de un vagón de tercera. Los asientos eran largos y espaciosos. Así entraban más personas, bastaba con apretarse un poco. Bastante incómodos, pues eran de listones de madera, con lo que quedaba un espacio vacío entre ellos y, si el viaje era largo, cansaba mucho, pero a las personas que los usaban no les parecían tan malos, estaban acostumbrados y por lo demás así estaba establecido. Los asientos más baratos tenían que ser de peor calidad que los más caros.                         

¡Qué gusto, pensaba, sentarte, cerrar los ojos, y dejarte llevar! Se veía ya en su asiento mirando a un lado y a otro, preguntando: ¿adónde va usted? ¿A la ciudad? Yo voy a buscar a mi papá, que me está esperando en un país muy lejano y que no puedo decirle cómo se llama, (y bajaba el tono de voz) porque es un secreto y no quiero que se entere nadie. Mi madre se enfadaría, me ha dicho que no hable con extraños. Y volvía a cerrar los ojos…. El silencio de la estación se los hizo abrir y volver a la realidad, para contemplar con sorpresa y pena que el tren había partido. Ese era el momento temido de cada mañana, pues ya no tenía nada que hacer hasta que volviera; estaba el resto del día pendiente del reloj deseando que llegaran las cinco de la tarde que era la hora de su regreso.

Aquella tarde no pudo situarse frente a su ventana ya que la fiebre le había subido mucho y la tenía en la cama adormecida y ni cuenta se dio de que los viajeros pasaban junto a su ventana en busca de los familiares que habían ido a esperarles. Ella en ese momento surcaba mares inmensos y disfrutaba de parajes bellísimos producto de su mente enfebrecida. Soñaba que se había curado y había cumplido ya la mayoría de edad. Era alta y guapa y los hombres se sentían atraídos por ella. Se encontraba en una calle de un  pueblo muy blanco, paseaba sin rumbo fijo y se sentía henchida de felicidad. Al pasar por delante de la puerta de un pequeño bar, se dio cuenta de que los jóvenes apostados a la entrada la miraban mientras reían sus comentarios. Bajó por la calle sin hacerles caso pero con un íntimo orgullo de ser centro de atención de aquellos hombres. La suave brisa removía y enmarañaba su pelo que le cubría el rostro y no la dejaba apenas ver. De pronto sintió que una mano le retiraba con delicadeza y cariño el cabello de la cara, al mismo tiempo que una voz cercana la sacaba del ensimismamiento en que se había sumido. Era la voz suave y susurrante de su madre que la llamaba: era la hora de tomar el jarabe. “¿Ha llegado ya el tren?” “Sí”, respondió la madre. “Hace un rato que se marchó”. “Mamá, quiero montar un día en ese tren y salir de este pueblo y de esta casa. ¿Por qué otros niños pueden hacerlo y yo no?” “Tienes que curarte, hija. Mientras estés enferma no puedes viajar”. “Pero, ¿por qué, mamá?” 

 A la madre se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que su hija le pedía subir al tren. Era tanta la ilusión que veía reflejarse en sus ojos cada mañana cuando llegaba, que se había propuesto que, en cuanto se sintiera mejor, la llevaría de viaje a la ciudad. La compraría el vestido más bonito de la tienda, la peinaría unas trenzas en forma de tirabuzón, le anudaría unos lazos azules y con unos bonitos zapatos de charol, sería la niña más guapa del pueblo. 

Se quedó un momento pensativa, pues sabía que era un sueño imposible y rompió a llorar. Nunca podría darle todo lo que ella se merecía. Si le faltaba el dinero para comer, ¡cómo le iba a comprar ropa nueva! Si hasta el jarabe se lo tenía que proporcionar el médico. ¿Qué sería de ellas dos si su marido no volvía pronto? Pero no podía regresar mientras las cosas siguieran igual. Había oído decir que a los que habían luchado en el bando de la República les encarcelaban. Sabía, por un vecino, que estaba escondido en las montañas, cerca del pueblo, pero que no se atrevía a bajar porque la guardia civil tenía los caminos muy vigilados, aunque tenía unas enormes ganas de volver a verlas.

 Aquella situación la llenaba de zozobra y desesperación pero tenía que mostrarse ante su hija fuerte y valiente. Por eso siempre le decía que algún día juntas recorrerían todos esos países que ella en sueños ya había visitado. Y que las acompañaría su padre que ya estaba a punto de regresar. 

Don Emiliano le había regalado un atlas meses atrás para que fuera viendo los lugares que luego visitarían y la niña no hacía más que hojear mapa tras mapa y soñar con aquel país que no existía más que en su mente pero que ella embellecía más cada vez. Era tan grande su ilusión que a su madre le daba hasta miedo. 

Al día siguiente se levantó mejor. Había descansado bien y la fiebre le había disminuido. Estaba alegre y feliz. Desayunó con apetito y se fue derecha a la ventana a contemplar los raíles vacíos esperando y deseando que pronto se vieran acariciados por las ruedas del tren. Aún se quedó un rato adormecida antes de que el sonido de la máquina la despertara. Con el ruido opaco del freno y del vapor al salir expulsado hacia  el suelo del andén fue despejándose y abriendo los ojos como si tratara de fotografiar y retener en su pupila las escenas que pensaba presenciar protegida tras los cristales de su ventana. 

Comenzó a mirar antes de que se abrieran las puertas y descendieran los viajeros de sus respectivos vagones. Siempre se fijaba primero en los que bajan de los de tercera clase. Eran más divertidos que los viajeros bien vestidos que descendían de los de primera. Estos llevaban todos más o menos los mismos trajes en colores oscuros, y las mismas maletas con  refuerzos metálicos en las cuatro esquinas y en color marrón. Además casi no hablaban, eran muy serios, descendían como enfadados. Las mujeres se agarraban del brazo de sus maridos y con la mirada al frente, lo que denotaba cierta altivez, comenzaban a caminar. No les venía nadie a recibir, salvo algún criado; en cambio a los pobres, que eran más ruidosos y alegres, siempre había alguien que les saludaba con los brazos abiertos y con grandes muestras de alegría. Como traían tanto bulto tenían que repartírselos entre todos, fueran hijos, amigos o parientes. Hasta que no acababan de abrazarse y besarse efusivamente, no emprendían el camino a casa. Iban peor vestidos que los ricos: con pantalones de pana y boina, los hombres, y con vestidos negros la mayoría de las mujeres, pero más llenos de vida.  

Primero el tren reemprendió la marcha y después poco a poco fueron desapareciendo los viajeros de su vista. Se sintió cansada y decidió echar un sueñecito hasta la hora de la comida.

Se dirigió a la cocina a ver a su madre pero no la encontró. Dio una vuelta por la casa y constató que estaba sola. Supuso que su madre había ido a la tienda a comprar algo. Entonces se le ocurrió que había llegado el momento de hacer realidad la locura que siempre había anidado en su mente. El tren estaba a punto de llegar, si se daba un poco de prisa podría montar en él y partir a tierras lejanas. Se puso su mejor vestido, se peinó, cogió el atlas que le había regalado el médico y subió al tren.

Posar el pie en el primer escalón fue para ella una inyección de alegría indescriptible. Cuando traspasó la puerta de entrada, se sintió fuera de sí, como transportada a otra dimensión. Miró a derecha e izquierda, dubitativa, no sabía qué lado elegir. Al final se inclinó por sentarse en el lado izquierdo, en el mismo asiento en el que iba un señor mayor que le transmitió serenidad y una gran seguridad y que pensaba que le podía hacer compañía. 

Saludó al anciano y se sentó al lado de la ventanilla, pues quería contemplar el paisaje, no deseaba perder ni un detalle de todo lo que pudieran vislumbrar sus ojos. Con el atlas en el regazo, miraba con media sonrisa al señor que ya se había dado cuenta de su presencia y que también la sonreía. Como le resultaba extraño que viajara sola, le preguntó, “¿por qué viajas sola?” y ella le contestó que iba en busca de su padre que no podía venir a verla porque estaba con una misión muy importante en un país extranjero y que por eso no le podía contar nada porque era un secreto y su madre no había podido acompañarla porque los señores que mandaban querían que fuera solo ella. “Ah”, respondió el señor, con cara más de interés que de sorpresa, no por lo que le decía la niña sino por cómo se lo narraba. “Y aquí llevo el mapa adonde voy porque no quiero perderme”. Y abrió éste por la primera página que el azar determinó y señaló un punto  que representaba un país del que no sabía ni su nombre, pero que para ella, todo lo que no fuera su casa y su ventana, que era el mundo en el que vivía recluida, tenía que ser a la fuerza maravilloso. “Debe de ser un país muy bonito ése adonde vas y donde te espera tu padre”. “Sí, es pre-cio-so”, silabeó con gran satisfacción. “Tiene unos ríos muy grandes y unas praderas verdes por donde corren los animales salvajes. Los bosques son enormes; y viven en ellos fantasmas buenos que a mí me protegerán porque yo soy buena y porque está mi padre allí y los conoce”. El señor rió de buena gana y ella se sintió importante por primera vez en su vida. No se había dado cuenta pero el tren ya se deslizaba con suavidad sobre los raíles. A partir de ese momento, sólo tuvo ojos para observar el paisaje que iban dejando atrás. Todo le parecía extraordinario. Se fue quedando prendada de las nubes que la máquina formaba con el humo del vapor y que le tapaban momentáneamente el paisaje pero que se escapaban con el viento. Le hubiera gustado en ese momento  poder fundirse con el paisaje  y disfrutar de todo aquello que tanto encanto tenía para ella. Se fue acurrucando en el asiento mientras miraba embelesada las nubes del cielo; sentía que el ronroneo del tren la iba adormeciendo. Pronto se quedó prendida de una de aquellas nubes de algodón y el anciano la tapó con su chaqueta para que no cogiera frío.

La madre recibió la noticia del apresamiento de su marido. El maestro del pueblo le dijo que iban a transportarlo a la prisión provincial en el próximo tren. Había habido una emboscada la noche anterior y lo habían detenido. Ahora se encontraba en el calabozo  pero que no intentara verlo porque sería peor.

La noticia la dejó confusa y con el corazón lleno de una tristeza y soledad enormes. Siempre había pensado que algún día volvería a casa y que podrían ser felices los tres. Ahora sólo el destino sabía  lo que iba a suceder. Miraba a su hija que dormía plácidamente. “Al menos me queda la niña”, pensó.

Fue a despertar a Lisa pues era la hora del jarabe, pero ésta no le respondió. Había emprendido el último viaje en su amado tren.

F I  N

DESPRECIO

DIGNIDAD FRENTE A DESPRECIO

Domingo entra en el bar con paso lento y suave, como no queriendo que su presencia sea notada por las gentes que juegan y beben. Bajo aquella amplia boina, almidonada por el sarro y el tiempo, parecía una sombra levemente inclinada y cojitranca, «por culpa de una herida de guerra», decía, pero más bien era el cansancio y el tedio de la vida lo que le pesaba demasiado y le impedía desplazarse erguido. Al llegar a la altura de la barra, pero sin acercarse a ella, se quedó parado con la mirada clavada al suelo. De vez en cuando, levantaba la vista y escudriñaba a los allí presentes. Pero enseguida volvía a bajar la mirada y, como hablando con las baldosas, mascullaba algunas palabras que nadie alcanzaba a oír, aunque, a decir verdad, tampoco es que nadie le prestara ninguna atención.

Se echó los brazos a la espalda y dio unas vueltas por la estancia sin acercarse demasiado a las mesas de juego. No le gustaba que le llamaran la atención; ni que le dirigieran la palabra siquiera. Era de esas personas que, a fuerza de haber servido a los demás con dignidad, había aprendido lo fácil que es ser servil por necesidad. Y, aunque aceptaba la caridad de los demás, nunca pedía. «Ser pobre y desvalido te enseña que la gente te puede aceptar tal cual eres, siempre y cuando no te muestres débil», decía.

Dio alguna vuelta más por entre las mesas. Al lado de los pies de alguno de los jugadores había suficientes colillas como para poder fumar un par de días. Pero no se atrevía. No deseaba molestar. Ciertamente las fichas del dominó o las cartas del naipe eran más importantes que su presencia por lo que nadie le prestaba atención.

Volvió la vista atrás y echó el ojo a un rincón en el que se habían acumulado suficientes colillas para poder mediar la petaca. Domingo era tan pobre que fumaba sólo de lo que le daban. Y, cuando escaseaba, se acercaba al casino a recoger las colillas del suelo para después, una vez secadas al calor de la lumbre sobre papel de estraza, llenar su vacía petaca. Era una labor que le suponía no poco esfuerzo, y las recogía con dificultad y parsimonia, aunque le hubiera gustado poder levantarlas del suelo sólo con la mirada, para que así nadie le viera guardarlas en el bolsillo del chaleco.

Estaba pensando acercarse al rincón a recoger el botín, cuando el joven Frutos, un indeseable, un chulo y bravucón, le arrojó una colilla a la altura de sus botas y le ordenó que la recogiera y guardara en el bolsillo, encendida como estaba.

Domingo se quedó pensativo unos instantes, meditando o adivinando lo que podía sucederle si no obedecía. Fue solo un momento el que estuvo sin saber qué hacer.

Nunca hubiera imaginado nadie aquella reacción en el pobre Domingo, pero el caso es que sucedió: clavó su mirada en la cara bobalicona y altanera de Frutos y le lanzó un salivazo que le dio en pleno rostro.

Frutos se revolvió como una hiena y avanzó con clara intención de golpearle. Cipriano y su amigo Toribio habían presenciado la escena, así como alguno de los presentes. La pandilla del fanfarrón que, instantes antes, se habían estado riendo con la burla de su amigote, estaban ahora serios y sin saber qué postura adoptar. Todo el bar estaba ahora pendiente de lo que sucedía. Cipriano y su amigo se habían levantado prestos a entrar en defensa de Domingo. Mas no hizo falta. Al llegar Frutos a la altura de Domingo, sintió que se le paralizaban los pies ante la mirada recia y segura de éste. No tuvo que decirle nada; sus ojos mostraban todo el odio, todo el amargo rencor que llevaba dentro de su corazón. Y era suficiente para ahogar todo el falso valor de su oponente.

Parecía imposible que en aquel cuerpo endeble pudiera hallarse una fuerza interior tan devastadora y, al mismo tiempo, tan llena de inocente tristeza. Su figura, que siempre había quedado eclipsada por la mera presencia de otro ser humano, emergía ahora sublime, digna y majestuosa sobre las miradas de los allí presentes. Había recuperado la categoría de hombre que desde muy joven – desde aquel día en que se cogió la primera borrachera y se lió a golpes con el dueño de las tierras que cultivaba y casi lo mata, por lo que nunca más le dieron trabajo y sólo, después de acabada la guerra, le permitieron trabajar y ganar lo suficiente para ir viviendo – le habían retirado.

Todos querían acabar con aquella situación, pero nadie sabía cómo, por miedo a estropear aún más las cosas. De repente, nadie se explicaba luego a qué impulso se había debido aquella reacción, Domingo, con los ojos encendidos por las lágrimas, con el corazón encogido por la pena y la impotencia, se agachó con dificultad y parsimonia, recogió con mano temblorosa la colilla que le había arrojado Frutos y salió del bar con paso lento y suave ante la estupefacta e impresionada mirada de los presentes.

VIVIR EN PAZ

VIVIR EN PAZ

Tendría que decírselo al alguien. No soportaba por más tiempo aquella desazón que no le dejaba descansar por las noches. Apenas salía ya de casa; no sabía qué inventar para no quedar por las tardes con su novio Anselmo. “No, si al final te dejará”, le decía su madre. “¡Mira qué eres rara!, hija mía. ¿A qué santo viene ahora que no quieras salir con él, después de llevar hablando dos años? Te quedarás para vestir santos como tu tía Lucía, que en paz descanse (y hacía la señal de la cruz) o te volverás loca como la Tomasa”.

¿Qué he hecho yo, Dios mío, para merecer esto?… Pero qué tonta soy; mira que preocuparme… Si no tengo motivos… Son cosas mías, rarezas que le nacen a una cuando no se encuentra a gusto con la vida que lleva. Y yo no estoy contenta con que en este pueblo todos te miren al pasar y murmuren si llevas esto o lo otro, si haces o dejas de hacer; que de todo tienen que hablar y a todo sacar punta. En una palabra: que no te dejan vivir en paz.

Tendré que comer algo menos. Sí, me pondré a régimen. La Luisa se puso el año pasado y adelgazó diez kilos en dos meses. ¡Irreconocible estaba después! Como que se echó novio y un día de éstos se casará. Bueno, si le dejan, que aquí hay que pedir permiso para todo y más para casarse, porque como es pobre y feucho el bueno de Antonio…

Los senos me están creciendo; aunque siguen siendo bonitos. Y se los levantaba ligeramente con las manos, orgullosa de aquellos dos frutos, causa de tantos desplantes como había tenido que dar a más de uno que había intentado apropiarse de ellos sin que les dieran permiso. Y es que no podían familiarizarse con aquellas manazas de los mozos del pueblo. Ni siquiera Anselmo había tenido el privilegio de sobarlos (porque acariciar es una sensación que desconoce) a pesar de las muchas veces que lo había intentado. Dentro del sujetador resaltaban más, se erguían sin miedo, sabiéndose protegidos.

Se miró las caderas y se lamentó de que hubieran aumentado tanto. ¡Con el cuerpo que ella tenía no hacía muchos meses! Es que como mucho… Pero sigo siendo guapa: ni una arruga. Aún hoy podría ser elegida reina de las fiestas, como aquel año en que fue la admiración de todo el pueblo, la envidia de muchas de sus congéneres, el deseo de los mozos, la causa de los celos de su, entonces, pretendiente Anselmo. Aunque si tuviera la oportunidad de ser reina otra vez, no aceptaría, pues lo único que le trajo fue llanto y rabietas.

Anda, que no hablaron mal de ella porque bailaba con todos… ¿Y qué iba a hacer si era la reina de todos? ¿Decir: contigo no bailo porque eres feo; tú no me gustas porque eres casado y lo único que quieres es pavonearte ante tus amigotes? ¿Que el señor alcalde se propasó y se arrimaba mucho? ¿En cuántas camas ha dormido en este maldito pueblo y a cuántas mujeres (muy decentes, eso sí) no ha dejado embarazadas? O por lo menos, eso es lo que decís ¡malas lenguas! ¿Y a cuántas mozas no ha despertado de su letargo vaginal en las eras del pueblo?

Se vio toda ella majestuosa en el espejo interior del armario y comprobó que el vientre también le había crecido un poco. Me pondré una faja y esta noche un vaso de leche y a la cama. Terminó de vestirse; se retocó el pelo y cerró el armario. Se sentó en la cama y terminó por tumbarse todo lo larga que era.

Cuando se despertó, constató que ya había anochecido. Le dolía terriblemente la cabeza. Se enjuagó la boca, pues sentía que la lengua se le iba a partir de lo estropajosa que la tenía. Salió de la habitación y se encontró con su madre que, al verla soñolienta, le recriminó el que se hubiera quedado dormida a esas horas. Y, efectivamente, no eran horas de levantarse de la siesta: eran ya las nueve de la noche.

Salió a la calle. Ni se acordó de preguntar a su madre si Anselmo había venido a buscarla. Se imaginó que lo encontraría en el bar y hacia allí se encaminó. Mas, apenas había recorrido unos metros, cuando decidió que no le apetecía verlo. Claro, que en el pueblo, si no salía con él, pocas cosas le quedaban por hacer, y menos a esas horas. Le entró una desesperación inmensa y apretó los dientes ( y con fuerza) para no ponerse a gritar: ¡qué asco de pueblo!

Casi sin darse cuenta, se encontró frente al atrio de la iglesia. No tenía con qué cubrirse la cabeza como mandaban los cánones, pero no por eso (o quizá precisamente por esa razón) iba a quedarse fuera, si en ese instante lo que le apetecía era disfrutar de la paz que esperaba encontrar dentro del recinto sagrado.

La penumbra envolvía las naves laterales de la iglesia; sólo en la central se veía algo más, gracias a los cirios y velas que estaban encendidos. Avanzó unos metros y, al ruido producido por sus pisadas, las allí presentes volvieron la cabeza. Una vez que la hubieron examinado, reanudaron sus bisbiseos. Se sentó en un banco; se preguntaba qué era lo que la había impulsado a entrar, si no iba a misa ni siquiera los domingos y fiestas de guardar… Quizás porque no le obligaba nada ni nadie: había sentido la necesidad de entrar y había entrado, sin preocuparse de si tenía que cumplir algún precepto divino o humano. Aunque, echando una ojeada, comprendía por qué desde muy pequeña había desdeñado todo lo que oliera a cirio, como decía Anselmo.

Allí estaba todo «lo mejor» del pueblo: Doña Elisa, la tendera. Vendía patatas y demás, pero recogía y llevaba todo tipo de habladurías y comentarios maliciosos que hubiera en el pueblo. Si te querías enterar de lo que sucedía en casa de «Juan» o de «Pedro», no tenías más que ir a la tienda. En seguida te informaba y aumentaba lo que quisieras saber. Y si no te fijabas en el peso, te vendía un kilo de tomates sin tomates. Porque para eso se las pintaba sola. ¿A ver si no, cómo había hecho para adquirir un nuevo piso, teniendo ya otros dos?

Doña Elena, la mujer del boticario, ejemplo de caridad cristiana. No te vendía fiado ni un tubo de aspirinas. Y la Elvira, la joven pura y dulce, su hija, también cristiana ejemplar, que vestía a la Virgen y a los Santos cuando llegaban las fiestas, y despotricaba de todo bicho viviente porque en el baile se arrimaban. ¡Pobre! Ella no se podía arrimar ni a un palo de escoba. La «sinsal» la llamaban en el pueblo.

Doña Asun, la maestra. ¡Menudo carcamal! Disfrutaba de tres meses de vacaciones y nueve de no hacer nada; porque eso era lo que hacía con los pobres niños del pueblo: ¡nada! Salían de la escuela tan borricos como habían entrado, que ya es decir.

Había también cuatro viejecillas diseminadas por la iglesia que hacían méritos para la otra vida, ya que su fin estaba cerca, y ya decía el poeta que hay que prepararse en esta vida para la otra que es morada…

Y don Fulgencio, el cura. Pocos estaban de acuerdo en el veredicto final. Para algunos era un buen cura; para otros, de cura tenía la sotana nada más. Para los más, ni fu ni fa; ni les beneficiaba ni les perjudicaba y, aunque no lo decían, ahí estaba lo malo. Para ella… pues siempre al lado del rico… y de los enfermos, pero cuando tenía que administrarles la extremaunción; ni más ni menos. O ¡nada menos! como decían las beatas.

Se estaba bien allí sentada, pero no soportaba el olor a cirio y a otras cosas, así que decidió salir a la calle.

El frío era más intenso ahora. Al torcer la esquina, sintió el viento en el rostro como una ligera y suave caricia. Había poca luz en la calle y eso la asustaba. Con paso rápido se fue hacia la plaza mayor. A la altura del único bar que había en el pueblo, se encontró con Anselmo. No sintió ningún atisbo ni sensación de alegría, antes bien lo contrario.

– ¿Dónde vas si puede saberse?

– Vengo de la iglesia y me voy a casa, le contestó cortante.

– ¿Qué has estado haciendo tú en la iglesia si nunca vas? – continuó Anselmo con sorna -.

– Nada, simplemente que tenía ganas de ir hoy. ¿O es que no puedo?

– Sí, hija, sí. No te pongas así conmigo. Lo que pasa es que me sorprende.

– Anda, ¿por qué no me acompañas a casa?

– Antes fui a buscarte y me dijo tu madre que habías salido. ¿Te pasa algo?

– No, nada. Cosas de mujeres.

– ¡Ah! – contestó Anselmo – y comenzaron a andar.

Durante un buen trecho anduvieron en silencio. El intentó cogerla del brazo, pero ella lo rechazó. ¿Qué me pasa? – pensaba ella -. ¿Por qué me comporto así con el bueno de Anselmo? Pero no podía hacer otra cosa, le salía del alma, del fondo de las entrañas.

Llegaban a la casa. Ante la puerta se pararon a un tiempo. Durante unos instantes estuvieron contemplándose, pero sin saber qué es lo que tenían que hacer ni decir en aquellos momentos. Fueron breves segundos, mas lo suficientemente esclarecedores como para que los dos comprendieran que aquella era una de las últimas noches en que se iban a decir adiós frente a aquellas paredes de adobe, junto a las que, no mucho tiempo atrás, se habían besado y hablado con cariño, afecto y, a veces, hasta con pasión.

Mientras ella introducía la llave en la cerradura, él se alejó unos pasos: «mañana te vengo a buscar a eso de las ocho». Reanudó el camino sin que ella le respondiera.

Hacía más de un mes que no veía a Anselmo. El mismo tiempo que hacía que no salía de casa. Su madre le preguntaba una y otra vez, por qué no sales, hija mía, pero ella le daba cualquier excusa: “no tengo ganas, para lo que hay que ver y oír…» Lo cierto es que apenas si salía de su cuarto. Se pasaba las horas tumbada en la cama o mirando a través de la ventana cómo jugaban los niños en la calle. Estaba padeciendo lo indecible; además lo sufría sola. Nadie sabía el trance por el que estaba pasando. ¿Por qué sufro de esta manera tan intensa, Dios mío? ¿Por qué siempre tiene que tocarme a mí?

Había decidido adelgazar y para ello llevaba un régimen de comidas bastante estricto; sin embargo, los resultados no eran los deseados. Notaba que el vientre era más prominente cada vez. También los pechos habían aumentado: los notaba duros e hinchados. Además llevaba un par de semanas en que le dolía muchísimo el estómago. Lo achacaba al cambio de comidas, pero por su mente rondaba la idea de que aquello no era normal. Se lamentaba de su mala estrella, sin embargo no hacía nada por salir de aquella situación. Parecía como si encontrara agradable estar encerrada en casa. Y eso no era lo peor; lo más grave era que comenzaba a tenerse lástima.

Una mañana al bajar a desayunar, su madre le preguntó, como todos los días:

– ¿Qué tal te encuentras?

– Bien, le respondió de forma un poco seca y dura.

– Esta noche he sentido que te levantabas a vomitar.

– Sí, algo de la cena no debió sentarme muy bien. Pero ya estoy mejor.

Mientras le servía el café con leche, su madre continuó:

– Hija, yo creo que deberías dejar el régimen ya que no te reporta ningún bien; al contrario, parece que tuvieras el vientre más hinchado que antes. O si no, deberías ir al médico. Ya sabes que don Hipólito tiene buen ojo clínico, como dice él; y en seguida te da algún remedio que te alivie.

– No te preocupes, madre. Que, llegado el momento, ya iré al médico. Ahora me encuentro bien.

– Pero ¿por qué no sales, entonces? Anselmo me pregunta por ti siempre que me ve. Le digo que no estás buena, pero hace ya tanto tiempo que…

– Hace ya tanto tiempo que ¿qué? – dijo ella visiblemente

alterada, adivinando el reproche que le podían hacer las gentes del lugar.

– Pues que ya se oyen comentarios por el pueblo.

– ¡Lo que me faltaba! Las lenguas viperinas han hecho ya su aparición. ¿Y qué se comenta si puede saberse?

– Bueno, ya sabes…. tonterías. Pero que a mí, oírlas, me producen mucho daño.

– No hagas caso, madre, dijo ella entristecida.

– Es que a todo el mundo le extraña tu actitud. Más si tienes en cuenta lo alegre que eras y lo que te gustaba salir a pasear, ir al baile…

No le respondió. Salió de la cocina lentamente y con los ojos brillantes por las lágrimas que estaban a punto de brotar. Ya en su habitación, se tumbó en la cama y maldijo mil veces el haber nacido. En ese instante se odiaba con todas sus fuerzas. El llanto la fue calmando poco a poco. Sin saber muy bien por qué, decidió que era un momento oportuno para arreglarse y salir a la calle. Casi estaba dispuesta, cuando tuvo que ir con urgencia al cuarto de baño. De nuevo le habían vuelto los vómitos y el intenso dolor de estómago. Era como si un puñal le atravesara las entrañas. Después de sentir el dolor, venían los vómitos: era un esfuerzo el que tenía que hacer tan extraordinario, que prácticamente se quedaba sin respiración. Cuando se sintió mejor, bajó a la cocina y se preparó una manzanilla. Ya se encontraba bien, mas estaba tan cansada que tuvo que acostarse. Durante un par de horas disfrutó de un sueño reparador. Luego subió su madre a interesarse por su estado:

– ¿Qué tal estás?

– Un poco cansada, pero bien. Creo que hoy no voy a bajar a comer. Me quedaré en la cama todo el día; seguro que mañana ya estoy bien del todo.

– Como quieras. Si necesitas alguna cosa, avísame.

– Sólo quiero dormir.

La madre empezaba a preocuparse dado el estado de salud de su hija. No le gustaba el aspecto que tenía, por lo que decidió ir a casa del médico a contárselo. Este, después de escucharla atentamente, le dijo que era probable que algo le hubiera sentado mal, que la mantuviera a dieta dos o tres días y que, si seguían los dolores y los vómitos, le volviera a avisar.

De vuelta a casa, se encontró con Anselmo y, como hacía siempre, le preguntó por ella. La madre le contó la verdad, que no estaba demasiado bien, que ello le preocupaba y que por eso venía del médico. El deseaba ir a verla, mas la madre le disuadió, no quiere ver a nadie, no se lo tomes en cuenta, es que como no se encuentra bien, pues eso… Anselmo comprendía, sabía la forma de ser de su antigua novia y… “Bueno, déle recuerdos y si necesita algo… que lo diga, yo sigo siendo el mismo”.

Cuando llegó a casa, algo más tranquila por lo que le había dicho don Hipólito, subió a verla. Dormía plácidamente y no la quiso despertar. Le prepararé un caldo para comer, se dijo, y continuó con las faenas de la casa.

No era consciente del tiempo que había transcurrido. Tenía la impresión de haber dormido en exceso. No sabía si era la hora de la comida, de la siesta o si ya había oscurecido. Se sentía mejor y hasta notaba el estómago vacío: bajaré a comer algo; mas, al levantarse, constató con gran preocupación que se encontraba muy débil. Claro, los vómitos siempre le dejan a una para el arrastre. Tomaré algo ligero, así recuperaré fuerzas.

En la cocina encontró a su madre entretenida con los pucheros y cazuelas.

– ¿Cómo estás? – le preguntó -.

– Algo mejor, aunque muy cansada. Pero tengo un poco de hambre y es buena señal.

– Te estoy preparando un caldito que te sentará a las mil maravillas y te reanimará.

Los primeros sorbos fueron deliciosos. Sintió que recorrían todo su cuerpo y éste respondía al estímulo con agradecimiento. Mas pronto el estómago comenzó a dar señales de vida. Aquel dolor punzante, localizado en la parte derecha, se le hacía insoportable; y a continuación los vómitos. La madre estaba desencajada viendo sufrir a la hija. Esta creía morir cada vez que por su boca manaba aquella sustancia viscosa de sabor tan amargo. Pasó el trance y la madre le ayudó a subir a la habitación.

– Hija, voy a llamar al médico para que te vea. No podemos seguir más tiempo esperando a que mejores, pues cada vez estás peor.

Ella no le respondió; sabía que su madre tenía razón. Además, cada vez se encontraba más asustada.

Poco tiempo después llegaba don Hipólito. No de muy buen humor ya que, si algo le molestaba, era que no le dejaran echar una cabezadita después de comer. No obstante, como buen profesional de la medicina (como se autoproclamaba) auscultó a la enferma con el rigor que requería el caso. «Y dices que tienes los vómitos desde hace más de quince días…y que te sientes cansada (mientras, le posaba el fonendo sobre el pecho)… y que te duele a veces el estómago (y le medía la presión arterial)… Bueno, bueno… Veamos el vientre… (y se lo palpaba con delicadeza)… y no has tenido fiebre en todos estos días…

Escribió algo en una receta y se la entregó a la madre:

– Que se tome un comprimido cada ocho horas.

– Pero, ¿qué tengo? – preguntó ella cada vez más angustiada.

– Nada, mujer; no te preocupes. Guarda cama unos días y pronto estarás paseando del brazo del bueno de Anselmo, dijo sonriente don Hipólito.

No tengo más que hacer que pasear del brazo de Anselmo, se dijo.

Fuera de la habitación el médico le preguntó a la madre si ya no salía con su novio:

– No quiere ni verlo; y no porque hayan discutido, porque se lo he preguntado y me ha contestado que no.

– Te digo esto porque, o mucho me equivoco, o tu hija está embarazada. Los vómitos, el cansancio y el aumento del volumen del vientre son síntomas bastante claros.

– Pero, ¿cómo es posible? ¿Está seguro, don Hipólito? – dijo aterrada la madre.

– No, no lo estoy. Habrá que hacerle alguna prueba para que el diagnóstico sea definitivo. Por eso preguntaba si ya no salía con Anselmo. Pensé que, quizás, al enterarse, no haya querido saber nada del asunto y su hija, teniendo que hacer frente a la situación, ella sola, pues que… por eso está como está.

– ¡Dios santo! ¿Y qué podemos hacer?

– Lo primero hablar con ella y después llevarla a la ciudad a que la vea un especialista. Y, si está embarazada, hablar con el padre de la criatura…digo yo.

Cuando se quedó la madre sola, se sentó lentamente en una silla y apoyó los codos sobre la mesa de la cocina, mientras se cubría el rostro con las manos. No pensaba en su hija en ese instante, sino en la gente del pueblo. Si siempre habían hablado mal de ella, ahora que, tenían un motivo qué no iban a decir. Pero esta hija… ¡Qué poca cabeza, Dios mío!

Estuvo llorando un buen rato sin saber qué hacer ni por dónde comenzar. Por fin decidió subir a preguntarle si todo aquello era realidad. Entró sin llamar y la encontró sentada en la cama leyendo un libro.

– Veo que te estás distrayendo.

– Sí, me aburría y me puse a leer, dijo con buen humor.

No sabía cómo empezar la conversación, temía una respuesta airada; «con el carácter que tiene me prepara una escena de las suyas».

– Hija, tengo que preguntarte algo.

– Pues pregunta, madre.

– No te molestes por lo que voy a decirte. Soy tu madre y creo que tengo derecho a saber… (Ella le sonrió y animó a que siguiera). Pues que… ha dicho el médico que… pero no es seguro, o sea que…

– Pero, bueno, ¿quieres acabar de una vez? Me estás poniendo nerviosa.

– ¿Ves? Ya estás enfadada. Si es que a ti no se te puede decir nada. ¡Qué carácter, hija, qué carácter!

– Pero cómo que no se me puede decir nada, si lo único que quiero es que digas de una vez lo que sea y no me tengas sobre ascuas.

– ¡No me chilles que soy tu madre!

Hubo un breve silencio. Ella, mientras, trataba de imaginar lo que su madre quería decirle. Sospechaba que no era muy agradable. Tanto rodeo, tanta tensión en la mirada, tanto nerviosismo… Hizo un esfuerzo y con voz calmada le pidió por favor que le dijera claramente lo que fuera, por muy desagradable que le pareciera. Y la madre le lanzó de sopetón:

– ¿Estás embarazada?

No, no era eso lo que ella esperaba. Pero le pareció tan descabellado, que se puso a reír con ganas.

– ¿Que si estoy embarazada? Pues como no sea por obra y gracia del Espíritu y Santo, creo que no… Pero ¿quién te ha insinuado semejante disparate?… Ah, don Hipólito… ¡Y qué coños sabe ese viejo carcamal!… Que si estoy embarazada… Lo que te faltaba, amiga. Seguro que ya lo sabe medio pueblo y pronto se enterará el resto. ¡La que me ha caído encima!… Bueno, madre, déjame que voy a seguir leyendo. No tengo ganas de hablar de bobadas.

– Pero yo necesito saber la verdad, ¿no lo comprendes? Soy tu madre.

– ¡Mi madre, mi madre! Estoy harta de oírte decir que eres mi madre. Pues, si lo eres de verdad, demuéstralo. Cree lo que te dice tu hija y deja de preocuparte de la gente, que ya se preocupan ellos bastante de nosotros, sobre todo de mí. Sal a la calle y grita que tu hija es un ser humano que tiene derecho a vivir su vida y que si está embarazada es cosa mía; además, no creo que haya cometido ningún crimen, suponiendo que fuera así. Y ahora vete, por favor.

– Pero, entonces…

Fue tal la rabia, el odio y el dolor entremezclados con que miró a su madre, que ésta salió de la habitación entre compungida y avergonzada.

Al quedarse sola, no sabía qué pensar. Estaba confusa, desorientada. No entendía nada de lo que pasaba: no comprendía por qué la enfermedad se había instalado en su cuerpo, pero tampoco lograba descifrar el misterio que encerraba. Estaba segura de no estar embarazada; pero, ¿qué le sucedía? Y no es un sueño ni una pesadilla. Todo es trágicamente real y cierto. Algo extraño me ha nacido en las entrañas y me está destruyendo. Esto se acaba, el fin se acerca. ¡Pero yo no quiero morirme!… Lo que debo hacer es ir a la ciudad a que me vea un especialista. Quizás, hasta puede que me quede allí para siempre. Por no aguantar los cotilleos de estas gentes, cualquier cosa.

En estas estaba, cuando oyó que su madre hablaba con alguien.

– Hija, he tratado de disuadirle, pero….

– Déjanos solo, dijo autoritaria.

– Hola, ¿qué tal estás?

– ¿Ya te habrás enterado?

– Hombre, todo el mundo sabe que estás enferma.

– Ya… y vienes a verme.

– Claro, hace tanto tiempo que no nos vemos. Además, tú sabes que yo te sigo queriendo. Por eso me duele tanto que no desees verme. Todo el mundo dice que hemos roto, pero entre nosotros no ha habido una mala palabra, ningún desplante. Para mí sigues siendo la misma.

– ¿Incluso en el caso de que estuviera embarazada?

Pobre Anselmo. No sabía muy bien si lo que había escuchado había sido pronunciado por ella o si era producto de su imaginación.

– ¿Quieres repetir lo que has dicho?

– O sea, que no sabías nada.

– Y, si no me lo aclaras, sigo sin saber.

– Pues que, según don Hipólito, estoy embarazada.

El joven estaba tan confundido que no sabía qué responder. Había venido a interesarse por el estado de salud de su novia y resultaba que iba a salir de allí convertido en padre.

– ¿Y soy yo el padre? – preguntó con total ingenuidad.

– ¡Imbécil! ¿Tú te crees que lo que nosotros hemos hecho es suficiente para alcanzar semejante estado? ¿Es que a tus años no sabes todavía cómo se hace un hijo?

– Ya… Tienes razón. ¿Y quién es, entonces?

No le contestó. ¿Merecía la pena explicarle al bueno de Anselmo lo que pasaba? ¿Pero sabía ella lo que sucedía realmente?

Anselmo se había sentado. Su aspecto denotaba sorpresa y desaliento. Por su rostro se deslizaban pequeñas gotas de sudor que iban a romper contra el cuello de la camisa. No se atrevía ni a mirarla. Su mente trabajaba con denuedo: “está embarazada, ya no podré casarme con ella, me ha engañado como a un tonto, pero dice que es mentira, me ha estado engañando con otro, a mí no me dejaba ni rozarla y al otro… Pero yo me caso, vaya si me caso, aunque el hijo no sea mío… Yo la sigo queriendo…»

– ¡Anselmo!

– ¿Sí?

– Escucha atentamente.

Y comenzó a explicarle desde el principio: los dolores de estómago, los vómitos, la hinchazón del vientre, el diagnóstico de don Hipólito…

– Me crees, ¿verdad?

– Su rostro denotaba que la creía y que se le había quitado un gran peso de encima.

– ¡Cómo no te voy a creer! Este don Hipólito es un burro… Y reía mientras por sus mejillas corrían entremezcladas gotas de sudor y lágrimas.

– No llores, tonto, que no es para tanto, le dijo ella cariñosa.

– Si no lloro. Es que me tengo que desahogar, después del susto de muerte que me has dado… Así que don Hipólito dice que estás embarazada. ¡Jo, qué burro es el tío! – y se reía con una cara de satisfacción que hasta la contagió a ella. Cuando se hubo tranquilizado del todo le preguntó:

– ¿Y qué vas hacer ahora?

– No lo sé. Supongo que tendré que ir a la ciudad a que me vea un médico. Son tantos los días que llevo así, que ya tengo miedo de que sea algo grave.

– Yo te puedo acompañar si quieres, dijo solícito. Ya sabes que me desenvuelvo muy bien en esos ambientes y a lo mejor…

No pudo terminar la frase porque veía a su amada retorciéndose de dolor sobre la cama.

– Anselmo, llama a mi madre.

– ¿Qué te pasa?

– El dolor otra vez. Voy a vomitar.

Bajó corriendo y avisó a la madre. Cuando subieron a la habitación, la encontraron en el suelo, hecha un ovillo, girando sobre sí misma y gritando angustiosamente.

– ¡Dios mío!, tiene el diablo en el cuerpo, dijo la madre. Hay que avisar al médico.

Anselmo salió corriendo en su busca. Poco después el médico se encontraba junto a la enferma. Su estado seguía siendo el mismo. Los gritos eran, si cabe, mayores. Sobrecogían a los allí presentes. La madre intentaba calmarla, mas era inútil, el dolor era cada vez más intenso.

De pronto la enferma dejó de quejarse. Se puso de rodillas y empezó a vomitar. Parecía que en una de las arcadas podía quedarse. Las venas del cuello se le inflamaban a punto de estallar; el rostro se le congestionaba por el tremendo esfuerzo y una mucosidad verdosa salía por boca y nariz. Era una situación que se les escapaba de las manos, incluso al médico. Este echaba mano de su sapiencia y no encontraba remedio para aquello. Con sujetarle la frente a la enferma, consideraba que cumplía como «profesional de la medicina». Nunca se le había dado un caso igual. Y sufría por la chica, así como por la madre y el novio. Pero aún no había presenciado nada, comparado con lo que se avecinaba.

No podía creer lo que veía: por la boca de la joven asomaba un cuerpo extraño. Esta hacía esfuerzos casi inhumanos para expulsarlo fuera, pero le resultaba imposible. Los tres gritaban como enloquecidos: los quejidos de la enferma unidos a las blasfemias de Anselmo, las jaculatorias de la madre y los aspavientos del doctor formaban una escena desconcertante y caótica.

Don Hipólito tuvo por fin arrestos, como «profesional de la medicina», y, como si de un parto se tratara, porque, según él, eso era lo que tendría que haber sido, agarró aquel cuerpo extraño y se lo arrancó a la enferma, para arrojarlo después contra el suelo de la habitación. La joven cayó sin sentido o muerta sobre la tarima de la habitación.

Se había hecho el silencio. En vez de atender a la paciente, el médico, lo mismo que la madre y el novio, examinaban embelesados aquel cuerpo con ojos que también los miraba con inusitada curiosidad. Anselmo fue el primero en hablar:

– ¡Es una rana! – exclamó incrédulo.

Los tres se miraban sorprendidos. El mismo se agachó y recogió con cariño entre sus manos al animal, que ahora parecía asustado.

– ¡Dios mío! – dijo la madre al mismo tiempo que rompía a llorar desconsoladamente.

– ¡Es increíble! – sentenció don Hipólito divertido. En más de treinta años que llevo «como profesional de la medicina», esto es lo más extraordinario que he presenciado jamás. Mis colegas no se lo van a creer.

-Es muy bonita; la tendremos que poner un nombre – decía Anselmo riendo.

Poco a poco la enferma iba recuperándose del esfuerzo realizado. Don Hipólito la ayudó a levantarse y a introducirse en la cama.

– ¿Cómo te encuentras, hija? – le preguntó su madre.

– Bien, ya no me duele el estómago, contestó con dificultad.

– Ni te dolerá en mucho tiempo, sentenció el doctor. Ahora sí que con unos días de descanso te repondrás y volverás a ser la misma de siempre.

– Pero, ¿qué me ha pasado?

– Nada, que has sufrido un pequeño mareo. Por cierto, no te he contado nunca la historia de aquella niña que fue un día a pasear al campo y, como tenía sed, se acercó a un arroyuelo a beber y que, sin darse cuenta, se tragó un renacuajo que bajaba feliz por las aguas y que, al cabo de algún tiempo, aquella niña crió en su preciosa barriguita una maravillosa rana que…

– ¡Qué cosas tiene usted, don Hipólito!

AL REMANSO DE LAS NUBES

AL REMANSO DE LAS NUBES

Un día más el despertador sonó a las seis de la mañana. Y, como de costumbre, don Luis se levantó con precisión matemática, dispuesto a dar el paseo matinal. Era la única salida que hacía en todo el día, pero, a su edad, era suficiente para mantenerse ágil. Además, le gustaba hacerlo a horas en que todavía la gente del pueblo no había despertado, salvo aquellos labradores (normalmente criados) que tenían que madrugar por obligación. Le agradaba encontrarse con ellos, ya que le saludaban con merecido reconocimiento. Y eso, a don Luis, le halagaba.

Se puso los pantalones de pana negra y, en camiseta de felpa, (estaba tan acostumbrado a ella que ni en verano se la quitaba) fue a lavarse. La palangana estaba donde siempre. Sabía de memoria los pasos que tenía que dar. ¡Después de haberlo hecho tantas veces! La mano encontraba el jabón con extraordinaria pericia; y, aunque no se veía, se secaba la cara delante del espejo que sabía que estaba enfrente de él. «Tendré que adquirir nuevos hábitos cuando metan el agua». Había oído decir que pronto en todo el pueblo las casas tendrían agua corriente. A él le daba igual, pero…¡Todo fuera por el progreso! Se volvió, dio dos pasos (los mismos de siempre) y se situó frente a la silla en que tenía la ropa: buscó el respaldo y recogió la camisa. Se la abrochó. Volvió a estirar la mano y se puso el chaleco. Repitió la operación y acompañó el pantalón con una chaqueta del mismo color. Se caló la boina, asió la cachava y salió de la habitación.

Nunca desayunaba antes del paseo. Necesitaba, más que el alimento, sentir el aire fresco en el rostro, oler el perfume de la mañana veraniega y oír el canto del gallo cuando pasaba al lado de algún corral. Recorrió los ocho pasos que medía el pasillo que desembocaba en la puerta de la calle, abrió ésta y salió. Cerró tras de sí y se paró un instante. Siempre lo hacía; y no para decidir el lugar adonde debía dirigirse, ya que siempre hacía el mismo recorrido desde mucho tiempo atrás, exactamente veinte años, los mismos que llevaba ciego; era una costumbre, un ritual, mejor. Porque para don Luis su paseo era eso, un rito con el que debía comenzar el día, como para otros lo era el santiguarse.

Giró hacia la derecha y comenzó a andar. Conocía bien el camino. Además, la cachava le guiaba y le salvaba de los obstáculos. Por esta acera pasaba delante de la casa de don Hipólito, el médico, con el que a veces se encontraba y se saludaban afectuosamente; con la señora Fuencisla, la estanquera, nunca se saludaba. Venía de largo: habían sido novios cuando ya no eran unos niños y habían salido mal. En el pueblo se comentaba que él, ciego, y ella, sorda,… ¡no era plan! Pero las razones eran otras. Aunque…¡qué más daba! Después de cincuenta y dos pasos, sabía que se encontraba al lado de la casa de Dimas, uno de los labradores más ricos del pueblo. Como el trozo de acera que la delimitaba la tenía embaldosada, la cachava producía un sonido peculiar y ése era el aviso para torcer a la izquierda y cambiar de acera. A partir de aquí recorría una pequeña callejuela que desembocaba en la plaza del pueblo. Pero esta mañana no iba a llegar a ella. Nadie le había dicho nada; tampoco había nadie en ese momento para avisarle del peligro y la absoluta confianza que tenía en sí mismo hizo que cayera dentro de una profunda zanja que habían abierto para meter el agua.

Sintió que el cuerpo se le quedaba un instante prendido del deseo de saltar hacia arriba y elevó instintivamente los brazos al cielo, pero no le sirvió de nada, pues dio con su maltrecho y sorprendido cuerpo en el pedregoso suelo. La rabia y la impotencia le hicieron mascullar una blasfemia. Palpó las paredes, después de incorporarse un poco, y se dio cuenta de que eran más altas de lo que creía. Apoyando la mano izquierda en el suelo y haciendo palanca con la cachava, que llevaba en la otra, se incorporó del todo y levantó el brazo para percibir la verdadera altura de las paredes del cajón en que estaba atrapado. No llegaba al final: aún quedaba otro trozo de pared de aquella miserable caja, premonitoria de otra más profunda y larga. Si hubiese podido llorar, lo hubiese hecho; no de pena, «que no se debe llorar por algo que ya no vale un real, sino de asco. De eso sí se puede y debe llorar…» ¡Horror de vivir!

Alzó la cachava y comprendió que, si quería salir de allí, tendría que superar una altura de casi dos metros. Dejó su espalda resbalar por la pared y se sentó con las manos cosidas al bastón y la frente apoyada en ellas. Por un momento, la mente se le quedó en blanco y el corazón dejó de sentirlo por lo que se abandonó unos instantes que le parecieron eternos.

Pensó en quedarse como estaba hasta que alguien que pasara por allí lo pudiera ayudar; pero, quizás, tendría que esperar varias horas y no podría soportarlo. Ponerse a gritar… «¡Y quién me va a oír si todo el mundo está en la cama!»

No se había dado cuenta antes de que estaba herido, porque era ahora cuando le empezaba a doler una pierna. Se palpó a ver si tenía algún rasguño y la mano se le empapó: comprendió de qué se trataba. Se alzó los pantalones y se examinó con mayor detenimiento: no era importante la herida; una brecha de no mucha profundidad. Tomó una decisión: «tengo que salir de aquí cuanto antes». Respiró hondo y se levantó, no sin gran esfuerzo. Volvió a medir la distancia para asegurarse de que no se había equivocado… Y, en efecto, así era. Difícilmente saldría de allí por sí mismo.

Apoyado en la pared, trató de idear la manera de escapar. No se resignaba a quedarse hasta que alguien lo sacara. Tenía que lograrlo él por sus propios medios, como siempre había sido. Si a lo largo de veinte años no había necesitado de nadie para valerse, a pesar de la ceguera, ¿por qué iba a necesitarlo ahora? ¿Por este estúpido accidente?

Le vino a la mente aquel otro que le privó de la vista. ¡Qué necesidad tenía él de montar en aquel coche! «Don Luis – le había dicho Javier – (aquel muchacho que se portaba tan bien con él) tiene que venir conmigo un día a la ciudad, a probar el coche que me he comprado. A ver si así cambia de aires, que se está apolillando en este pueblo». «Sí, hijo, sí – le había contestado con el mismo cariño con que era tratado por el joven -. Para que nos quedemos tirados en el camino». «¡Qué cosas tiene, don Luis! Que hoy en día los coches no están hechos para que duren dos meses, que pueden llegar a recorrer cien mil kilómetros sin que se paren una sola vez».

Aquel no volvió a ponerse en marcha. ¡Ni para chatarra valía ya! A la vuelta de la ciudad chocaron con otro que venía en dirección contraria. Sintió mil golpes en el rostro… y vio por última vez. Aún recuerda con nitidez la imagen estrellada de las luces de los faros del automóvil. A su joven amigo lo sintió gemir a su lado, pero nunca más lo volvió a ver. Cuando salió del hospital, se enteró de lo que verdaderamente había sucedido: Javier reposaba ya bajo tierra. ¡Maldito progreso!

Instintivamente dio un salto impropio de su edad y llegó a tocar el suelo de la calle. La alegría que invadió su alma fue tan maravillosa como la sensación que se experimenta cuando un deseo imposible lo vemos hecho realidad. Comprendió que, si se esforzaba, lo podría lograr. Quizás ayudándose con la cachava… Todo consistía en utilizar la garrota como garfio (lo que le alargaría el brazo), pegar un salto y aferrarse con la otra mano a la pared con tal fuerza que le permitiera, mediante un gran impulso, sacar parte del cuerpo. Se puso manos a la obra: clavó la cachava en la parte superior de la pared, pero, cuando quiso dar el impulso, le fallaron las fuerzas. Lo intentó otra vez, mas fue inútil. Bajó la mano y la cachava se le quedó colgada. «¿Y si la sujeto bien y me aferro a ella con ambas manos e intento escalar la pared?»

Se agarró fuertemente, hizo palanca para comprobar que la cachava estaba sujeta y, al constatar que era así, se dispuso a trepar como un gato, para así poder respirar el aire puro de la mañana a ras de suelo por lo menos. Elevó un pie, pero, al apoyar el otro, resbaló por culpa de la humedad que rezumaba la pared.

¡Qué desesperación y qué rabia! Maldijo mil veces la absurda costumbre que tenía de salir de casa por la mañana y se maldijo a sí mismo y a la naturaleza que le hacía pasar por aquel trance. Se sentó de nuevo; necesitaba idear otra forma de salir de aquella ratonera.

De pronto, oyó pasos en la calle. No podía saber quién era. Por el andar pensaba en Tiburcio. Sintió que se paraba. «¡Tiburcio!» – gritó -, pero no recibió ninguna respuesta. Volvió a gritar: «¡aquí, sáquenme de aquí!» Mas tampoco le contestó nadie. Y era lógico, pues, aunque a don Luis le había parecido que Tiburcio se detenía, lo que realmente había sucedido era que éste entraba en casa de Dimas, de ahí que no oyera los gritos de don Luis. Pero, como él no sabía esto, seguía atento esperando oír de nuevo los pasos. Cuando se convenció de que no sería así, se sentó de nuevo…

Tenía que intentarlo otra vez. ¡Lo lograría! ¡Seguro que sí! Todo era cuestión de no desanimarse. Buscaría un trozo de tierra que no tuviera humedad y…¡ Sí, ya está! – casi gritó-. Socavaría unos pequeños escalones en la pared y, apoyándose en ellos, saldría al exterior. Se agachó y, a gatas, como un niño pequeño, se puso a recorrer el cauce de la zanja. Necesitaba un guijarro con el que poder culminar la que pensaba sería su mayor hazaña: salir de allí. No tuvo mucho que buscar para encontrarlo. Lo asió con cariño y palpó la pared para cerciorarse de que estaba seca y, cuando seleccionó el trozo que le pareció más idóneo, comenzó a golpear. «Siempre en el mismo sitio, si no, no sirve de nada»- se decía. Puso el índice de la mano izquierda señalando un punto imaginario, para que le sirviera de referencia, y, con cuidado de no golpearse, empezó: ¡zas! ¡zas! ¡zas!… Comprobó con la palma de la mano que ya estaba abriendo hueco y se llenó de alegría. Redobló esfuerzos y, poco tiempo después, tenía los dos agujeros hechos. Subió un pie para probar y… ¡Estaba excesivamente alto, no le servía! El desaliento casi le hace caer de espaldas. Con el pañuelo que recogió del bolsillo de la chaqueta se secó el sudor frío que le manaba a borbotones. Tenía que volver a empezar… Sólo el hecho de pensarlo le producía unas enormes ganas de evadirse de la realidad, de arrebujarse hecho un ovillo y quedarse allí para siempre. ¡Se sentía tan desgraciado!

De pronto, se dio cuenta de que sólo había inspeccionado uno de los agujeros. Con gran rapidez, llevó la mano al otro y, a continuación, introdujo el pie: ¡qué alegría! Estaba a la distancia ideal. Bajaría el otro un poco y quedarían los dos en la situación que precisaba para desempeñar el papel de escalador que le tocaba vivir en ese instante. ¡A sus años! 

Recogió el guijarro del suelo y reanudó la tarea. Se le hacía más pesada que antes, pero seguía golpeando, sin preguntarse de dónde le nacían las fuerzas. Examinó el trabajo que llevaba realizado y constató que los golpe s no iban bien centrados. Una ira poderosa le invadió por completo. Mas los golpes que daba con rabia le sirvieron para desahogarse. Ahora sí que avanzaba; lo experimentaba al introducir, casi por completo, la piedra dentro del escalón. Un poco más… y estaría terminado.

Y así fue: todo estaba ya a punto para el gran momento. Clavó la cachava en lo alto, subió un pie y, cuando se disponía a colocar el otro, oyó que le llamaban: «Don Luis, pero… ¿qué le ha pasado, hombre?» Eran Tiburcio y Dimas que salían de la casa de éste. Habían visto la parte superior de la cachava en el suelo, al lado de la zanja, y les había llamado la atención tanto, que se acercaron a comprobar qué sucedía. «Ya veis, hijos. Que me he caído aquí dentro». «Pero, hombre. ¿No sabía que habían abierto ayer la zanja para meter el agua?»- le riñó, cariñoso, Dimas. «Pues ya ves que no; de lo contrario no estaría aquí; que maldita la gracia que me hace». «Bueno, no se preocupe que en seguida lo sacamos. Alce los brazos, que nosotros lo sujetamos uno por cada lado y ya está».

Y, en efecto, así lo hicieron. Un pequeño esfuerzo y don Luis en la calle de nuevo. «¡Gracias!», dijo al pisar tierra firme otra vez. «Y ahora, ¿a casa o a seguir paseando?» – le preguntó Tiburcio -. «A casa, a casa… Ya he paseado bastante». «¿Le acompañamos?» «No, no hace falta. Ya sé que por las aceras aún no han abierto ninguna zanja».

Se dirigió con paso firme y huidizo a su casa. No sentía nada. Había pensado, durante el tiempo que permaneció encerrado, que se alegraría sobremanera al verse a salvo. Y, ahora, que ya lo había conseguido, sólo un inmenso vacío anegaba su alma. ¡Qué ganas de volar! Sí, unas inmensas ganas de marcharse, de olvidarse de que había existido nunca, de que jamás había sido niño y apuesto joven. Que tuvo novia y que estuvo a punto de casarse varias veces, pero siempre al final surgía algún problema y… lo del refrán: «compuesto y sin novia». Y los amigos… ¿Dónde estaban los amigos que le habían acompañado en tanta francachela, en tanta juerga nocturna? ¿Dónde los amigos con los que había compartido tantos sinsabores y desgracias, con los que se había sentido tan unido? ¡Ya no quedaba ninguno! Todos se habían ido por la negra vereda y aún no habían regresado. Antonio, Juan, Doroteo… sobre todo Doro, como le llamaban los amigos. Desde niños juntos: primero en la escuela y después socios en el cultivo de las tierras. Hasta el último momento lo acompañó: ni un sólo día faltó a verle durante su larga enfermedad. Y, ahora…

Palpó la hendidura de la cerradura, introdujo la llave y entró. Fue a la habitación, cogió la silla que utilizaba de vestidor y se dirigió a la cuadra en la que ya no había caballerías como en otros tiempos en que la llenaban de calor y compañía. Buscó una soga de las que sabía que tenía que haber por allí; y en un rincón la encontró tirada. La recogió, la acarició (más que midió) con las manos y, después de adivinar el lugar en que se encontraba una gruesa y recia viga, se subió a la silla y tiró al aire la maroma varias veces hasta que logró cabalgarla. La estiró hasta dejar los dos cabos a la misma altura, se la anudó al cuello con manos firmes e inseguras y… ¡voló por los aires!

TAL DÍA COMO HOY

TAL DÍA COMO HOY

Hace treinta y ocho años, un día como hoy, a eso de las seis de la tarde, al mismo tiempo que el coronel Tejero entraba en el Congreso de los Diputados y secuestraba a todos los Diputados a la espera de que llegara una autoridad competente, “militar, por supuesto”, yo impartía clase de literatura a un grupo de alumnos del bachillerato nocturno del Colegio Lourdes del barrio del Batán de Madrid. Nunca olvidaré que casi al final de la clase, el señor Ruiz, el conserje, (personaje entrañable que quise que apareciera en mi primera novela “Dime que no es verdad”) llamó a la puerta y me pidió permiso para que saliera uno de mis alumnos, “lo llaman por teléfono”, dijo. Por supuesto le di permiso para ausentarse. Al rato regresó, entró en el aula diciendo que había un golpe de Estado y que se iba a su casa. Cogió su cazadora de la percha y salió a toda prisa. Yo sabía que sus padres eran sordomudos y deduje que quizá necesitaran de la presencia del hijo. Faltaban pocos minutos para que la clase terminara por lo que decidí continuar. Desde el día anterior, aniversario de la muerte de Antonio Machado, veníamos realizando en clase diversas actividades en su recuerdo y homenaje. Cuando sonó el timbre indicando el final de la clase, salí al pasillo, seguido de alguno de mis alumnos que, tan intrigados como yo, deseaban conocer lo que sucedía realmente.

Inmediatamente me encontré con una señora de la limpieza que me dijo todo compungida, “¡ay, don José! (en aquella época ser un profesor joven no era óbice para que te trataran con respeto) han matado a Calvo Sotelo, estamos otra vez como en el treinta y seis”.

¡Qué casualidad, pensé: la historia se repite!

Yo no sabía bien lo que había sucedido aún, solo eran dos frases las que me habían llegado: “ha habido un golpe de Estado” y “han matado a Calvo Sotelo”. Así que me dirigí hacia el despacho del Director a sabiendas de que no estaba. Me encontré con la jefe de Estudios y ella fue la que me puso al corriente de lo que sucedía: “un coronel de la guardia civil ha entrado en el Congreso de los Diputados, ha habido disparos y no se sabe bien qué es lo que ha sucedido. Puede que haya habido algún muerto. Ahí fue cuando entendí la frase de la señora de la limpieza referente a la muerte de Calvo Sotelo. “¿Qué hacemos?”, me preguntó. Yo de inmediato le respondí: “tú haz lo que quieras, yo me marcho a casa”. “¿Cierro entonces el colegio?” “Tú eres la jefe de estudios, yo me voy a casa”, repetí.

No sé si por mi determinación o porque en el fondo todos estábamos muy asustados y preocupados con lo que podía suceder, recogimos nuestras cosas y nos marchamos.

A alguno de los alumnos a los que impartía clase solía acercarlos a sus casas dado que las clases finalizaban a las diez de la noche. Y en aquel entonces, la noche madrileña no era como para pasearse a luz de las estrellas, suponiendo que brillaran, (cosa harto difícil con la polución) pues era peligroso. Ya en el coche, recuerdo que un alumno me preguntó: “ ¿Y qué puede pasar si triunfa el golpe de Estado?” Bajábamos en ese momento por el Paseo de Extremadura y supongo que pensé qué responder. Después de unos instantes, le dije: “pues que la clase que hemos dedicado a Antonio Machado ayer y hoy, posiblemente nunca más podamos hacerlo porque no formará parte del programa oficial de la asignatura. Volverá a estar prohibido como antaño. Y hasta es posible que yo y otros cuantos profesores del colegio no podamos seguir dando clase”.

Aparqué a la puerta de la casa de uno de mis alumnos para que se bajaran pero antes de que lo hiciera les dije: “Pero no debéis preocuparos porque siempre habrá algún profesor que os leerá sus poemas, así como los de Miguel Hernández o Federico García Lorca y tantos otros. Mirad, cuando yo tenía doce años, estos poetas estaban prohibidos, como ya os he dicho, lo que no significaba que no estuvieran presentes en el alma de muchos españoles. Estando en clase de ciencias naturales, una tarde oscura y lluviosa de la Galicia de entonces, el profesor, (recuerdo perfectamente su nombre, don Isidro Lozano) en vez de hablarnos de los protozoos o de los lepidópteros nos leyó unos versos de Machado. Yo no había oído hablar de él y posiblemente de ningún poeta prohibido. Pero aquella tarde, con solo escucharle, aprendí de memoria los versos de “Caminante no hay camino…” Me impactaron de tal manera aquellos pocos versos que es posible que hoy sea profesor de literatura gracias a esos versos y a ese profesor”.

Eran tres los alumnos que me acompañaban en el coche y ninguno se decidía a salir. Estábamos en silencio, yo esperando a que bajaran del coche y ellos supongo que quizá pensando en lo que les acababa de decir porque uno de ellos me preguntó: “¿Para ti vivir en democracia es muy importante?” No é si tardé o no en responder pero sí recuerdo que le dije: “los que hemos vivido bajo una dictadura apreciamos sobremanera lo que significa vivir sin miedo y en libertad”.

Hoy, muchos años después, me pregunto a veces si vivimos sin miedo y en libertad. Y la verdad no estoy seguro de qué responderme.