MADRE, TÚ SIEMPRE SERÁS UNA NIÑA
Cuando llegué a casa de mi abuela, la gente se arremolinaba alrededor. Eran muchas las personas que habían ido a consolarla. Al entrar en casa, mi abuela sólo fue capaz de decirme, mientras me besaba: “hijo, te has quedado sin madre». Yo me retiré a un lado y me senté en una silla de anea. No anduvo con rodeos, no comenzó por decirme que mi madre se había puesto peor, que si estaba mal pero que se salvaría, no. Simplemente me dijo la verdad, sin tapujos; así era ella, así le gustaban las cosas: duras pero reales. Cuanto antes afrontemos la realidad, mejor.
Serían las tres de la tarde cuando partíamos hacia Madrid. En el taxi íbamos mis abuelos, mi padre, mi tío Tomás, mi hermana y yo. Fue la primera vez que salí de la provincia. Nunca antes había recorrido tantos kilómetros. Para mis abuelos también era la primera vez que iban a la capital de España; «ya no me moriré sin ver Madrid, dijo mi abuela, pero maldita la gracia que me hace». El viaje, a pesar de la desgracia, tenía cierto encanto para mí. Era una aventura a fin de cuentas. Madrid no pertenecía al mundo en el que yo me desenvolvía, no era un punto de referencia; sin embargo, iba a poder contemplar la gran ciudad con mis propios ojos: ¡la de cosas que podría contar a mis amigos a la vuelta!
Cuando llegamos al hospital, no pudimos ver a mi madre. Despuyés de mucho protestar, mi padre pudo por fin contemplar el cuerpo sin vida de mi madre. Pero no en la capilla ardiente como había dicho la enfermera sino en un frigorífico grande donde reposaba junto a otros cadáveres. La capilla no estaría preparada hasta las ocho de la mañana siguiente.
La mañana era espléndida, el cielo estaba limpio, miré hacia lo alto intentando ver a mi madre viajando hacia el infinito, pero no la vi por ningún lado. Pensaba que me estaría observando, que querría decirme adiós, darme un último beso. Quizá la luz del sol no me dejó verla. Pero sentí que estaba allí arriba dispuesta a protegerme.
Entré en el tanatorio y vi a mucha gente. Todos las personas que trabajaban en Madrid y que tenían alguna relación con mi familia o con el pueblo, y se habían enterado, se encontraban allí. Me sorprendió agradablemente, pensaba que íbamos a estar solos pero no fue así. Parecía que el funeral se celebraba en el pueblo. No conocía a casi nadie pero sentía su calor. Me sentí importante, me abrían un pasillo para que pasara. Al final del mismo, surgió la figura de mi abuelo, que me debía de estar esperando desde hacía tiempo. No soportaba la idea de ver marchar a su hija sin que nos hubiéramos despedido de ella. Me cogió suavemente del brazo y me acercó hasta ella. He querido muchas veces borrar esta imagen para ver si así convertía la realidad en sueño o fantasía pero siempre se se impone la realidad. Me negaba a aceptar que hubiera muerto, deseaba que fuera mentira, pero…
Al llegar junto al féretro, me paré a observarla. Parecía la flor más bella del jardín. Estaba pálida, ella que siempre había tenido el rostro sonrosado. Estaba guapa, ¡era tan joven! Aún no había cumplido los treinta y cuatro años. Como decía mi abuelo, era una niña. La habían vestido con su propia ropa de calle, con un vestido estampado de manga corta, como era verano, que hacía juego con las flores que la rodeaban, y la habían peinado tan bien que parecía que estuviera posando para un escultor imaginario.
– Besa a tu madre, hijo, me dijo mi abuelo llorando.
Al acercar mi rostro al suyo, sentí un vértigo inmenso. Era descender de la montaña de la vida a la sima de la muerte. Concentré todo mi cariño en mis labios y la besé en la frente. Me hubiera gustado abrazarla, pero algo me lo impedía: sabía que no me iba a poder corresponder, que no podía levantar su mano para acariciarme como había hecho tantas veces. Sabía que estaba muerta pero aun así y todo me sorprendió el terrible frío de la muerte. Retiré mis labios demasiado rápidamente de su frente, apenas si la rocé, tuve miedo, ¡estaba tan fría! Pero esa caricia tenue aún sigue conmigo, ese frío forma parte de mis labios y es lo único que me queda de ella. ¡Y la echo tanto de menos!
(Cada 1 de julio siento la misma tristeza y el mismo dolor que entonces, a pesar del paso del tiempo)