DESPRECIO

DIGNIDAD FRENTE A DESPRECIO

Domingo entra en el bar con paso lento y suave, como no queriendo que su presencia sea notada por las gentes que juegan y beben. Bajo aquella amplia boina, almidonada por el sarro y el tiempo, parecía una sombra levemente inclinada y cojitranca, «por culpa de una herida de guerra», decía, pero más bien era el cansancio y el tedio de la vida lo que le pesaba demasiado y le impedía desplazarse erguido. Al llegar a la altura de la barra, pero sin acercarse a ella, se quedó parado con la mirada clavada al suelo. De vez en cuando, levantaba la vista y escudriñaba a los allí presentes. Pero enseguida volvía a bajar la mirada y, como hablando con las baldosas, mascullaba algunas palabras que nadie alcanzaba a oír, aunque, a decir verdad, tampoco es que nadie le prestara ninguna atención.

Se echó los brazos a la espalda y dio unas vueltas por la estancia sin acercarse demasiado a las mesas de juego. No le gustaba que le llamaran la atención; ni que le dirigieran la palabra siquiera. Era de esas personas que, a fuerza de haber servido a los demás con dignidad, había aprendido lo fácil que es ser servil por necesidad. Y, aunque aceptaba la caridad de los demás, nunca pedía. «Ser pobre y desvalido te enseña que la gente te puede aceptar tal cual eres, siempre y cuando no te muestres débil», decía.

Dio alguna vuelta más por entre las mesas. Al lado de los pies de alguno de los jugadores había suficientes colillas como para poder fumar un par de días. Pero no se atrevía. No deseaba molestar. Ciertamente las fichas del dominó o las cartas del naipe eran más importantes que su presencia por lo que nadie le prestaba atención.

Volvió la vista atrás y echó el ojo a un rincón en el que se habían acumulado suficientes colillas para poder mediar la petaca. Domingo era tan pobre que fumaba sólo de lo que le daban. Y, cuando escaseaba, se acercaba al casino a recoger las colillas del suelo para después, una vez secadas al calor de la lumbre sobre papel de estraza, llenar su vacía petaca. Era una labor que le suponía no poco esfuerzo, y las recogía con dificultad y parsimonia, aunque le hubiera gustado poder levantarlas del suelo sólo con la mirada, para que así nadie le viera guardarlas en el bolsillo del chaleco.

Estaba pensando acercarse al rincón a recoger el botín, cuando el joven Frutos, un indeseable, un chulo y bravucón, le arrojó una colilla a la altura de sus botas y le ordenó que la recogiera y guardara en el bolsillo, encendida como estaba.

Domingo se quedó pensativo unos instantes, meditando o adivinando lo que podía sucederle si no obedecía. Fue solo un momento el que estuvo sin saber qué hacer.

Nunca hubiera imaginado nadie aquella reacción en el pobre Domingo, pero el caso es que sucedió: clavó su mirada en la cara bobalicona y altanera de Frutos y le lanzó un salivazo que le dio en pleno rostro.

Frutos se revolvió como una hiena y avanzó con clara intención de golpearle. Cipriano y su amigo Toribio habían presenciado la escena, así como alguno de los presentes. La pandilla del fanfarrón que, instantes antes, se habían estado riendo con la burla de su amigote, estaban ahora serios y sin saber qué postura adoptar. Todo el bar estaba ahora pendiente de lo que sucedía. Cipriano y su amigo se habían levantado prestos a entrar en defensa de Domingo. Mas no hizo falta. Al llegar Frutos a la altura de Domingo, sintió que se le paralizaban los pies ante la mirada recia y segura de éste. No tuvo que decirle nada; sus ojos mostraban todo el odio, todo el amargo rencor que llevaba dentro de su corazón. Y era suficiente para ahogar todo el falso valor de su oponente.

Parecía imposible que en aquel cuerpo endeble pudiera hallarse una fuerza interior tan devastadora y, al mismo tiempo, tan llena de inocente tristeza. Su figura, que siempre había quedado eclipsada por la mera presencia de otro ser humano, emergía ahora sublime, digna y majestuosa sobre las miradas de los allí presentes. Había recuperado la categoría de hombre que desde muy joven – desde aquel día en que se cogió la primera borrachera y se lió a golpes con el dueño de las tierras que cultivaba y casi lo mata, por lo que nunca más le dieron trabajo y sólo, después de acabada la guerra, le permitieron trabajar y ganar lo suficiente para ir viviendo – le habían retirado.

Todos querían acabar con aquella situación, pero nadie sabía cómo, por miedo a estropear aún más las cosas. De repente, nadie se explicaba luego a qué impulso se había debido aquella reacción, Domingo, con los ojos encendidos por las lágrimas, con el corazón encogido por la pena y la impotencia, se agachó con dificultad y parsimonia, recogió con mano temblorosa la colilla que le había arrojado Frutos y salió del bar con paso lento y suave ante la estupefacta e impresionada mirada de los presentes.