VIVIR
EN PAZ
Tendría
que decírselo al alguien. No soportaba por más tiempo aquella
desazón que no le dejaba descansar por las noches. Apenas salía ya
de casa; no sabía qué inventar para no quedar por las tardes con su
novio Anselmo. “No, si al final te dejará”, le decía su madre.
“¡Mira qué eres rara!, hija mía. ¿A qué santo viene ahora que
no quieras salir con él, después de llevar hablando dos años? Te
quedarás para vestir santos como tu tía Lucía, que en paz descanse
(y hacía la señal de la cruz) o te volverás loca como la Tomasa”.
¿Qué
he hecho yo, Dios mío, para merecer esto?… Pero qué tonta soy;
mira que preocuparme… Si no tengo motivos… Son cosas mías,
rarezas que le nacen a una cuando no se encuentra a gusto con la vida
que lleva. Y yo no estoy contenta con que en este pueblo todos te
miren al pasar y murmuren si llevas esto o lo otro, si haces o dejas
de hacer; que de todo tienen que hablar y a todo sacar punta. En una
palabra: que no te dejan vivir en paz.
Tendré
que comer algo menos. Sí, me pondré a régimen. La Luisa se puso el
año pasado y adelgazó diez kilos en dos meses. ¡Irreconocible
estaba después! Como que se echó novio y un día de éstos se
casará. Bueno, si le dejan, que aquí hay que pedir permiso para
todo y más para casarse, porque como es pobre y feucho el bueno de
Antonio…
Los
senos me están creciendo; aunque siguen siendo bonitos. Y se los
levantaba ligeramente con las manos, orgullosa de aquellos dos
frutos, causa de tantos desplantes como había tenido que dar a más
de uno que había intentado apropiarse de ellos sin que les dieran
permiso. Y es que no podían familiarizarse con aquellas manazas de
los mozos del pueblo. Ni siquiera Anselmo había tenido el privilegio
de sobarlos (porque acariciar es una sensación que desconoce) a
pesar de las muchas veces que lo había intentado. Dentro del
sujetador resaltaban más, se erguían sin miedo, sabiéndose
protegidos.
Se
miró las caderas y se lamentó de que hubieran aumentado tanto. ¡Con
el cuerpo que ella tenía no hacía muchos meses! Es que como
mucho… Pero sigo siendo guapa: ni una arruga. Aún hoy podría ser
elegida reina de las fiestas, como aquel año en que fue la
admiración de todo el pueblo, la envidia de muchas de sus
congéneres, el deseo de los mozos, la causa de los celos de su,
entonces, pretendiente Anselmo. Aunque si tuviera la oportunidad de
ser reina otra vez, no aceptaría, pues lo único que le trajo fue
llanto y rabietas.
Anda,
que no hablaron mal de ella porque bailaba con todos… ¿Y qué iba
a hacer si era la reina de todos? ¿Decir: contigo no bailo porque
eres feo; tú no me gustas porque eres casado y lo único que quieres
es pavonearte ante tus amigotes? ¿Que el señor alcalde se propasó
y se arrimaba mucho? ¿En cuántas camas ha dormido en este maldito
pueblo y a cuántas mujeres (muy decentes, eso sí) no ha dejado
embarazadas? O por lo menos, eso es lo que decís ¡malas lenguas! ¿Y
a cuántas mozas no ha despertado de su letargo vaginal en las eras
del pueblo?
Se
vio toda ella majestuosa en el espejo interior del armario y comprobó
que el vientre también le había crecido un poco. Me pondré una
faja y esta noche un vaso de leche y a la cama. Terminó de vestirse;
se retocó el pelo y cerró el armario. Se sentó en la cama y
terminó por tumbarse todo lo larga que era.
Cuando
se despertó, constató que ya había anochecido. Le dolía
terriblemente la cabeza. Se enjuagó la boca, pues sentía que la
lengua se le iba a partir de lo estropajosa que la tenía. Salió de
la habitación y se encontró con su madre que, al verla soñolienta,
le recriminó el que se hubiera quedado dormida a esas horas. Y,
efectivamente, no eran horas de levantarse de la siesta: eran ya las
nueve de la noche.
Salió
a la calle. Ni se acordó de preguntar a su madre si Anselmo había
venido a buscarla. Se imaginó que lo encontraría en el bar y hacia
allí se encaminó. Mas, apenas había recorrido unos metros, cuando
decidió que no le apetecía verlo. Claro, que en el pueblo, si no
salía con él, pocas cosas le quedaban por hacer, y menos a esas
horas. Le entró una desesperación inmensa y apretó los dientes ( y
con fuerza) para no ponerse a gritar: ¡qué asco de pueblo!
Casi
sin darse cuenta, se encontró frente al atrio de la iglesia. No
tenía con qué cubrirse la cabeza como mandaban los cánones, pero
no por eso (o quizá precisamente por esa razón) iba a quedarse
fuera, si en ese instante lo que le apetecía era disfrutar de la paz
que esperaba encontrar dentro del recinto sagrado.
La
penumbra envolvía las naves laterales de la iglesia; sólo en la
central se veía algo más, gracias a los cirios y velas que estaban
encendidos. Avanzó unos metros y, al ruido producido por sus
pisadas, las allí presentes volvieron la cabeza. Una vez que la
hubieron examinado, reanudaron sus bisbiseos. Se sentó en un banco;
se preguntaba qué era lo que la había impulsado a entrar, si no iba
a misa ni siquiera los domingos y fiestas de guardar… Quizás
porque no le obligaba nada ni nadie: había sentido la necesidad de
entrar y había entrado, sin preocuparse de si tenía que cumplir
algún precepto divino o humano. Aunque, echando una ojeada,
comprendía por qué desde muy pequeña había desdeñado todo lo que
oliera a cirio, como decía Anselmo.
Allí
estaba todo «lo mejor» del pueblo: Doña Elisa, la tendera.
Vendía patatas y demás, pero recogía y llevaba todo tipo de
habladurías y comentarios maliciosos que hubiera en el pueblo. Si te
querías enterar de lo que sucedía en casa de «Juan» o de
«Pedro», no tenías más que ir a la tienda. En seguida te
informaba y aumentaba lo que quisieras saber. Y si no te fijabas en
el peso, te vendía un kilo de tomates sin tomates. Porque para eso
se las pintaba sola. ¿A ver si no, cómo había hecho para adquirir
un nuevo piso, teniendo ya otros dos?
Doña
Elena, la mujer del boticario, ejemplo de caridad cristiana. No te
vendía fiado ni un tubo de aspirinas. Y la Elvira, la joven pura y
dulce, su hija, también cristiana ejemplar, que vestía a la Virgen
y a los Santos cuando llegaban las fiestas, y despotricaba de todo
bicho viviente porque en el baile se arrimaban. ¡Pobre! Ella no se
podía arrimar ni a un palo de escoba. La «sinsal» la
llamaban en el pueblo.
Doña Asun, la maestra. ¡Menudo carcamal! Disfrutaba de tres meses de vacaciones y nueve de no hacer nada; porque eso era lo que hacía con los pobres niños del pueblo: ¡nada! Salían de la escuela tan borricos como habían entrado, que ya es decir.
Había también cuatro viejecillas diseminadas por la iglesia que hacían méritos para la otra vida, ya que su fin estaba cerca, y ya decía el poeta que hay que prepararse en esta vida para la otra que es morada…
Y
don Fulgencio, el cura. Pocos estaban de acuerdo en el veredicto
final. Para algunos era un buen cura; para otros, de cura tenía la
sotana nada más. Para los más, ni fu ni fa; ni les beneficiaba ni
les perjudicaba y, aunque no lo decían, ahí estaba lo malo. Para
ella… pues siempre al lado del rico… y de los enfermos, pero
cuando tenía que administrarles la extremaunción; ni más ni menos.
O ¡nada menos! como decían las beatas.
Se
estaba bien allí sentada, pero no soportaba el olor a cirio y a
otras cosas, así que decidió salir a la calle.
El
frío era más intenso ahora. Al torcer la esquina, sintió el viento
en el rostro como una ligera y suave caricia. Había poca luz en la
calle y eso la asustaba. Con paso rápido se fue hacia la plaza
mayor. A la altura del único bar que había en el pueblo, se
encontró con Anselmo. No sintió ningún atisbo ni sensación de
alegría, antes bien lo contrario.
–
¿Dónde vas si puede saberse?
–
Vengo de la iglesia y me voy a casa, le contestó cortante.
–
¿Qué has estado haciendo tú en la iglesia si nunca vas? – continuó
Anselmo con sorna -.
–
Nada, simplemente que tenía ganas de ir hoy. ¿O es que no puedo?
–
Sí, hija, sí. No te pongas así conmigo. Lo que pasa es que me
sorprende.
–
Anda, ¿por qué no me acompañas a casa?
–
Antes fui a buscarte y me dijo tu madre que habías salido. ¿Te pasa
algo?
–
No, nada. Cosas de mujeres.
–
¡Ah! – contestó Anselmo – y comenzaron a andar.
Durante
un buen trecho anduvieron en silencio. El intentó cogerla del brazo,
pero ella lo rechazó. ¿Qué me pasa? – pensaba ella -. ¿Por qué
me comporto así con el bueno de Anselmo? Pero no podía hacer otra
cosa, le salía del alma, del fondo de las entrañas.
Llegaban
a la casa. Ante la puerta se pararon a un tiempo. Durante unos
instantes estuvieron contemplándose, pero sin saber qué es lo que
tenían que hacer ni decir en aquellos momentos. Fueron breves
segundos, mas lo suficientemente esclarecedores como para que los dos
comprendieran que aquella era una de las últimas noches en que se
iban a decir adiós frente a aquellas paredes de adobe, junto a las
que, no mucho tiempo atrás, se habían besado y hablado con cariño,
afecto y, a veces, hasta con pasión.
Mientras
ella introducía la llave en la cerradura, él se alejó unos pasos:
«mañana te vengo a buscar a eso de las ocho». Reanudó el
camino sin que ella le respondiera.
Hacía
más de un mes que no veía a Anselmo. El mismo tiempo que hacía que
no salía de casa. Su madre le preguntaba una y otra vez, por qué no
sales, hija mía, pero ella le daba cualquier excusa: “no tengo
ganas, para lo que hay que ver y oír…» Lo cierto es que
apenas si salía de su cuarto. Se pasaba las horas tumbada en la cama
o mirando a través de la ventana cómo jugaban los niños en la
calle. Estaba padeciendo lo indecible; además lo sufría sola. Nadie
sabía el trance por el que estaba pasando. ¿Por qué sufro de esta
manera tan intensa, Dios mío? ¿Por qué siempre tiene que tocarme a
mí?
Había
decidido adelgazar y para ello llevaba un régimen de comidas
bastante estricto; sin embargo, los resultados no eran los deseados.
Notaba que el vientre era más prominente cada vez. También los
pechos habían aumentado: los notaba duros e hinchados. Además
llevaba un par de semanas en que le dolía muchísimo el estómago.
Lo achacaba al cambio de comidas, pero por su mente rondaba la idea
de que aquello no era normal. Se lamentaba de su mala estrella, sin
embargo no hacía nada por salir de aquella situación. Parecía como
si encontrara agradable estar encerrada en casa. Y eso no era lo
peor; lo más grave era que comenzaba a tenerse lástima.
Una
mañana al bajar a desayunar, su madre le preguntó, como todos los
días:
–
¿Qué tal te encuentras?
–
Bien, le respondió de forma un poco seca y dura.
–
Esta noche he sentido que te levantabas a vomitar.
–
Sí, algo de la cena no debió sentarme muy bien. Pero ya estoy
mejor.
Mientras
le servía el café con leche, su madre continuó:
–
Hija, yo creo que deberías dejar el régimen ya que no te reporta
ningún bien; al contrario, parece que tuvieras el vientre más
hinchado que antes. O si no, deberías ir al médico. Ya sabes que
don Hipólito tiene buen ojo clínico, como dice él; y en seguida te
da algún remedio que te alivie.
–
No te preocupes, madre. Que, llegado el momento, ya iré al médico.
Ahora me encuentro bien.
–
Pero ¿por qué no sales, entonces? Anselmo me pregunta por ti
siempre que me ve. Le digo que no estás buena, pero hace ya tanto
tiempo que…
–
Hace ya tanto tiempo que ¿qué? – dijo ella visiblemente
alterada,
adivinando el reproche que le podían hacer las gentes del lugar.
–
Pues que ya se oyen comentarios por el pueblo.
–
¡Lo que me faltaba! Las lenguas viperinas han hecho ya su aparición.
¿Y qué se comenta si puede saberse?
–
Bueno, ya sabes…. tonterías. Pero que a mí, oírlas, me producen
mucho daño.
–
No hagas caso, madre, dijo ella entristecida.
–
Es que a todo el mundo le extraña tu actitud. Más si tienes en
cuenta lo alegre que eras y lo que te gustaba salir a pasear, ir al
baile…
No
le respondió. Salió de la cocina lentamente y con los ojos
brillantes por las lágrimas que estaban a punto de brotar. Ya en su
habitación, se tumbó en la cama y maldijo mil veces el haber
nacido. En ese instante se odiaba con todas sus fuerzas. El llanto la
fue calmando poco a poco. Sin saber muy bien por qué, decidió que
era un momento oportuno para arreglarse y salir a la calle. Casi
estaba dispuesta, cuando tuvo que ir con urgencia al cuarto de baño.
De nuevo le habían vuelto los vómitos y el intenso dolor de
estómago. Era como si un puñal le atravesara las entrañas. Después
de sentir el dolor, venían los vómitos: era un esfuerzo el que
tenía que hacer tan extraordinario, que prácticamente se quedaba
sin respiración. Cuando se sintió mejor, bajó a la cocina y se
preparó una manzanilla. Ya se encontraba bien, mas estaba tan
cansada que tuvo que acostarse. Durante un par de horas disfrutó de
un sueño reparador. Luego subió su madre a interesarse por su
estado:
–
¿Qué tal estás?
–
Un poco cansada, pero bien. Creo que hoy no voy a bajar a comer. Me
quedaré en la cama todo el día; seguro que mañana ya estoy bien
del todo.
–
Como quieras. Si necesitas alguna cosa, avísame.
–
Sólo quiero dormir.
La
madre empezaba a preocuparse dado el estado de salud de su hija. No
le gustaba el aspecto que tenía, por lo que decidió ir a casa del
médico a contárselo. Este, después de escucharla atentamente, le
dijo que era probable que algo le hubiera sentado mal, que la
mantuviera a dieta dos o tres días y que, si seguían los dolores y
los vómitos, le volviera a avisar.
De
vuelta a casa, se encontró con Anselmo y, como hacía siempre, le
preguntó por ella. La madre le contó la verdad, que no estaba
demasiado bien, que ello le preocupaba y que por eso venía del
médico. El deseaba ir a verla, mas la madre le disuadió, no quiere
ver a nadie, no se lo tomes en cuenta, es que como no se encuentra
bien, pues eso… Anselmo comprendía, sabía la forma de ser de su
antigua novia y… “Bueno, déle recuerdos y si necesita algo…
que lo diga, yo sigo siendo el mismo”.
Cuando
llegó a casa, algo más tranquila por lo que le había dicho don
Hipólito, subió a verla. Dormía plácidamente y no la quiso
despertar. Le prepararé un caldo para comer, se dijo, y continuó
con las faenas de la casa.
No
era consciente del tiempo que había transcurrido. Tenía la
impresión de haber dormido en exceso. No sabía si era la hora de la
comida, de la siesta o si ya había oscurecido. Se sentía mejor y
hasta notaba el estómago vacío: bajaré a comer algo; mas, al
levantarse, constató con gran preocupación que se encontraba muy
débil. Claro, los vómitos siempre le dejan a una para el arrastre.
Tomaré algo ligero, así recuperaré fuerzas.
En
la cocina encontró a su madre entretenida con los pucheros y
cazuelas.
–
¿Cómo estás? – le preguntó -.
–
Algo mejor, aunque muy cansada. Pero tengo un poco de hambre y es
buena señal.
–
Te estoy preparando un caldito que te sentará a las mil maravillas y
te reanimará.
Los
primeros sorbos fueron deliciosos. Sintió que recorrían todo su
cuerpo y éste respondía al estímulo con agradecimiento. Mas pronto
el estómago comenzó a dar señales de vida. Aquel dolor punzante,
localizado en la parte derecha, se le hacía insoportable; y a
continuación los vómitos. La madre estaba desencajada viendo sufrir
a la hija. Esta creía morir cada vez que por su boca manaba aquella
sustancia viscosa de sabor tan amargo. Pasó el trance y la madre le
ayudó a subir a la habitación.
–
Hija, voy a llamar al médico para que te vea. No podemos seguir más
tiempo esperando a que mejores, pues cada vez estás peor.
Ella
no le respondió; sabía que su madre tenía razón. Además, cada
vez se encontraba más asustada.
Poco
tiempo después llegaba don Hipólito. No de muy buen humor ya que,
si algo le molestaba, era que no le dejaran echar una cabezadita
después de comer. No obstante, como buen profesional de la medicina
(como se autoproclamaba) auscultó a la enferma con el rigor que
requería el caso. «Y dices que tienes los vómitos desde hace
más de quince días…y que te sientes cansada (mientras, le posaba
el fonendo sobre el pecho)… y que te duele a veces el estómago (y
le medía la presión arterial)… Bueno, bueno… Veamos el
vientre… (y se lo palpaba con delicadeza)… y no has tenido fiebre
en todos estos días…
Escribió
algo en una receta y se la entregó a la madre:
–
Que se tome un comprimido cada ocho horas.
–
Pero, ¿qué tengo? – preguntó ella cada vez más angustiada.
–
Nada, mujer; no te preocupes. Guarda cama unos días y pronto estarás
paseando del brazo del bueno de Anselmo, dijo sonriente don Hipólito.
No
tengo más que hacer que pasear del brazo de Anselmo, se dijo.
Fuera
de la habitación el médico le preguntó a la madre si ya no salía
con su novio:
–
No quiere ni verlo; y no porque hayan discutido, porque se lo he
preguntado y me ha contestado que no.
–
Te digo esto porque, o mucho me equivoco, o tu hija está embarazada.
Los vómitos, el cansancio y el aumento del volumen del vientre son
síntomas bastante claros.
–
Pero, ¿cómo es posible? ¿Está seguro, don Hipólito? – dijo
aterrada la madre.
–
No, no lo estoy. Habrá que hacerle alguna prueba para que el
diagnóstico sea definitivo. Por eso preguntaba si ya no salía con
Anselmo. Pensé que, quizás, al enterarse, no haya querido saber
nada del asunto y su hija, teniendo que hacer frente a la situación,
ella sola, pues que… por eso está como está.
–
¡Dios santo! ¿Y qué podemos hacer?
–
Lo primero hablar con ella y después llevarla a la ciudad a que la
vea un especialista. Y, si está embarazada, hablar con el padre de
la criatura…digo yo.
Cuando
se quedó la madre sola, se sentó lentamente en una silla y apoyó
los codos sobre la mesa de la cocina, mientras se cubría el rostro
con las manos. No pensaba en su hija en ese instante, sino en la
gente del pueblo. Si siempre habían hablado mal de ella, ahora que,
tenían un motivo qué no iban a decir. Pero esta hija… ¡Qué poca
cabeza, Dios mío!
Estuvo
llorando un buen rato sin saber qué hacer ni por dónde comenzar.
Por fin decidió subir a preguntarle si todo aquello era realidad.
Entró sin llamar y la encontró sentada en la cama leyendo un libro.
–
Veo que te estás distrayendo.
–
Sí, me aburría y me puse a leer, dijo con buen humor.
No
sabía cómo empezar la conversación, temía una respuesta airada;
«con el carácter que tiene me prepara una escena de las suyas».
–
Hija, tengo que preguntarte algo.
–
Pues pregunta, madre.
–
No te molestes por lo que voy a decirte. Soy tu madre y creo que
tengo derecho a saber… (Ella le sonrió y animó a que siguiera).
Pues que… ha dicho el médico que… pero no es seguro, o sea
que…
–
Pero, bueno, ¿quieres acabar de una vez? Me estás poniendo
nerviosa.
–
¿Ves? Ya estás enfadada. Si es que a ti no se te puede decir nada.
¡Qué carácter, hija, qué carácter!
–
Pero cómo que no se me puede decir nada, si lo único que quiero es
que digas de una vez lo que sea y no me tengas sobre ascuas.
–
¡No me chilles que soy tu madre!
Hubo
un breve silencio. Ella, mientras, trataba de imaginar lo que su
madre quería decirle. Sospechaba que no era muy agradable. Tanto
rodeo, tanta tensión en la mirada, tanto nerviosismo… Hizo un
esfuerzo y con voz calmada le pidió por favor que le dijera
claramente lo que fuera, por muy desagradable que le pareciera. Y la
madre le lanzó de sopetón:
–
¿Estás embarazada?
No,
no era eso lo que ella esperaba. Pero le pareció tan descabellado,
que se puso a reír con ganas.
–
¿Que si estoy embarazada? Pues como no sea por obra y gracia del
Espíritu y Santo, creo que no… Pero ¿quién te ha insinuado
semejante disparate?… Ah, don Hipólito… ¡Y qué coños sabe ese
viejo carcamal!… Que si estoy embarazada… Lo que te faltaba,
amiga. Seguro que ya lo sabe medio pueblo y pronto se enterará el
resto. ¡La que me ha caído encima!… Bueno, madre, déjame que voy
a seguir leyendo. No tengo ganas de hablar de bobadas.
–
Pero yo necesito saber la verdad, ¿no lo comprendes? Soy tu madre.
–
¡Mi madre, mi madre! Estoy harta de oírte decir que eres mi madre.
Pues, si lo eres de verdad, demuéstralo. Cree lo que te dice tu hija
y deja de preocuparte de la gente, que ya se preocupan ellos bastante
de nosotros, sobre todo de mí. Sal a la calle y grita que tu hija es
un ser humano que tiene derecho a vivir su vida y que si está
embarazada es cosa mía; además, no creo que haya cometido ningún
crimen, suponiendo que fuera así. Y ahora vete, por favor.
–
Pero, entonces…
Fue
tal la rabia, el odio y el dolor entremezclados con que miró a su
madre, que ésta salió de la habitación entre compungida y
avergonzada.
Al
quedarse sola, no sabía qué pensar. Estaba confusa, desorientada.
No entendía nada de lo que pasaba: no comprendía por qué la
enfermedad se había instalado en su cuerpo, pero tampoco lograba
descifrar el misterio que encerraba. Estaba segura de no estar
embarazada; pero, ¿qué le sucedía? Y no es un sueño ni una
pesadilla. Todo es trágicamente real y cierto. Algo extraño me ha
nacido en las entrañas y me está destruyendo. Esto se acaba, el fin
se acerca. ¡Pero yo no quiero morirme!… Lo que debo hacer es ir a
la ciudad a que me vea un especialista. Quizás, hasta puede que me
quede allí para siempre. Por no aguantar los cotilleos de estas
gentes, cualquier cosa.
En
estas estaba, cuando oyó que su madre hablaba con alguien.
–
Hija, he tratado de disuadirle, pero….
–
Déjanos solo, dijo autoritaria.
–
Hola, ¿qué tal estás?
–
¿Ya te habrás enterado?
–
Hombre, todo el mundo sabe que estás enferma.
–
Ya… y vienes a verme.
–
Claro, hace tanto tiempo que no nos vemos. Además, tú sabes que yo
te sigo queriendo. Por eso me duele tanto que no desees verme. Todo
el mundo dice que hemos roto, pero entre nosotros no ha habido una
mala palabra, ningún desplante. Para mí sigues siendo la misma.
–
¿Incluso en el caso de que estuviera embarazada?
Pobre
Anselmo. No sabía muy bien si lo que había escuchado había sido
pronunciado por ella o si era producto de su imaginación.
–
¿Quieres repetir lo que has dicho?
–
O sea, que no sabías nada.
–
Y, si no me lo aclaras, sigo sin saber.
–
Pues que, según don Hipólito, estoy embarazada.
El
joven estaba tan confundido que no sabía qué responder. Había
venido a interesarse por el estado de salud de su novia y resultaba
que iba a salir de allí convertido en padre.
–
¿Y soy yo el padre? – preguntó con total ingenuidad.
–
¡Imbécil! ¿Tú te crees que lo que nosotros hemos hecho es
suficiente para alcanzar semejante estado? ¿Es que a tus años no
sabes todavía cómo se hace un hijo?
–
Ya… Tienes razón. ¿Y quién es, entonces?
No
le contestó. ¿Merecía la pena explicarle al bueno de Anselmo lo
que pasaba? ¿Pero sabía ella lo que sucedía realmente?
Anselmo
se había sentado. Su aspecto denotaba sorpresa y desaliento. Por su
rostro se deslizaban pequeñas gotas de sudor que iban a romper
contra el cuello de la camisa. No se atrevía ni a mirarla. Su mente
trabajaba con denuedo: “está embarazada, ya no podré casarme con
ella, me ha engañado como a un tonto, pero dice que es mentira, me
ha estado engañando con otro, a mí no me dejaba ni rozarla y al
otro… Pero yo me caso, vaya si me caso, aunque el hijo no sea
mío… Yo la sigo queriendo…»
–
¡Anselmo!
–
¿Sí?
–
Escucha atentamente.
Y
comenzó a explicarle desde el principio: los dolores de estómago,
los vómitos, la hinchazón del vientre, el diagnóstico de don
Hipólito…
–
Me crees, ¿verdad?
–
Su rostro denotaba que la creía y que se le había quitado un gran
peso de encima.
–
¡Cómo no te voy a creer! Este don Hipólito es un burro… Y reía
mientras por sus mejillas corrían entremezcladas gotas de sudor y
lágrimas.
–
No llores, tonto, que no es para tanto, le dijo ella cariñosa.
–
Si no lloro. Es que me tengo que desahogar, después del susto de
muerte que me has dado… Así que don Hipólito dice que estás
embarazada. ¡Jo, qué burro es el tío! – y se reía con una cara de
satisfacción que hasta la contagió a ella. Cuando se hubo
tranquilizado del todo le preguntó:
–
¿Y qué vas hacer ahora?
–
No lo sé. Supongo que tendré que ir a la ciudad a que me vea un
médico. Son tantos los días que llevo así, que ya tengo miedo de
que sea algo grave.
–
Yo te puedo acompañar si quieres, dijo solícito. Ya sabes que me
desenvuelvo muy bien en esos ambientes y a lo mejor…
No
pudo terminar la frase porque veía a su amada retorciéndose de
dolor sobre la cama.
–
Anselmo, llama a mi madre.
–
¿Qué te pasa?
–
El dolor otra vez. Voy a vomitar.
Bajó
corriendo y avisó a la madre. Cuando subieron a la habitación, la
encontraron en el suelo, hecha un ovillo, girando sobre sí misma y
gritando angustiosamente.
–
¡Dios mío!, tiene el diablo en el cuerpo, dijo la madre. Hay que
avisar al médico.
Anselmo
salió corriendo en su busca. Poco después el médico se encontraba
junto a la enferma. Su estado seguía siendo el mismo. Los gritos
eran, si cabe, mayores. Sobrecogían a los allí presentes. La madre
intentaba calmarla, mas era inútil, el dolor era cada vez más
intenso.
De
pronto la enferma dejó de quejarse. Se puso de rodillas y empezó a
vomitar. Parecía que en una de las arcadas podía quedarse. Las
venas del cuello se le inflamaban a punto de estallar; el rostro se
le congestionaba por el tremendo esfuerzo y una mucosidad verdosa
salía por boca y nariz. Era una situación que se les escapaba de
las manos, incluso al médico. Este echaba mano de su sapiencia y no
encontraba remedio para aquello. Con sujetarle la frente a la
enferma, consideraba que cumplía como «profesional de la
medicina». Nunca se le había dado un caso igual. Y sufría por
la chica, así como por la madre y el novio. Pero aún no había
presenciado nada, comparado con lo que se avecinaba.
No
podía creer lo que veía: por la boca de la joven asomaba un cuerpo
extraño. Esta hacía esfuerzos casi inhumanos para expulsarlo fuera,
pero le resultaba imposible. Los tres gritaban como enloquecidos: los
quejidos de la enferma unidos a las blasfemias de Anselmo, las
jaculatorias de la madre y los aspavientos del doctor formaban una
escena desconcertante y caótica.
Don
Hipólito tuvo por fin arrestos, como «profesional de la
medicina», y, como si de un parto se tratara, porque, según él,
eso era lo que tendría que haber sido, agarró aquel cuerpo extraño
y se lo arrancó a la enferma, para arrojarlo después contra el
suelo de la habitación. La joven cayó sin sentido o muerta sobre la
tarima de la habitación.
Se
había hecho el silencio. En vez de atender a la paciente, el médico,
lo mismo que la madre y el novio, examinaban embelesados aquel cuerpo
con ojos que también los miraba con inusitada curiosidad. Anselmo
fue el primero en hablar:
–
¡Es una rana! – exclamó incrédulo.
Los
tres se miraban sorprendidos. El mismo se agachó y recogió con
cariño entre sus manos al animal, que ahora parecía asustado.
–
¡Dios mío! – dijo la madre al mismo tiempo que rompía a llorar
desconsoladamente.
–
¡Es increíble! – sentenció don Hipólito divertido. En más de
treinta años que llevo «como profesional de la medicina»,
esto es lo más extraordinario que he presenciado jamás. Mis colegas
no se lo van a creer.
-Es
muy bonita; la tendremos que poner un nombre – decía Anselmo riendo.
Poco
a poco la enferma iba recuperándose del esfuerzo realizado. Don
Hipólito la ayudó a levantarse y a introducirse en la cama.
–
¿Cómo te encuentras, hija? – le preguntó su madre.
–
Bien, ya no me duele el estómago, contestó con dificultad.
–
Ni te dolerá en mucho tiempo, sentenció el doctor. Ahora sí que
con unos días de descanso te repondrás y volverás a ser la misma
de siempre.
–
Pero, ¿qué me ha pasado?
–
Nada, que has sufrido un pequeño mareo. Por cierto, no te he contado
nunca la historia de aquella niña que fue un día a pasear al campo
y, como tenía sed, se acercó a un arroyuelo a beber y que, sin
darse cuenta, se tragó un renacuajo que bajaba feliz por las aguas y
que, al cabo de algún tiempo, aquella niña crió en su preciosa
barriguita una maravillosa rana que…
–
¡Qué cosas tiene usted, don Hipólito!