CUENTO DE NAVIDAD

CUENTO DE NAVIDAD

Estaba a punto de anochecer. Mientras veía, a través de los cristales de la ventana, pasar gente por la calle, sus hijos hacían los deberes en torno a una estufa de butano. Pronto tendría que encender alguna luz para que pudieran seguir con las tareas escolares. Y había pocos gestos que le gustaran menos que accionar el interruptor de la luz, porque eso podía significar no poder comprar leche para desayunar o huevos para cenar al día siguiente.

Por un momento dejó de mirar hacia la calle y volvió la vista hacia sus cuatro hijos. Laura, la pequeña, no hacía más que toser. Se había acatarrado con los primeros fríos y no lograba recuperarse. Y es que solo en la sala de estar la temperatura era medianamente agradable. En cuanto salías de ella a cualquier otra dependencia, notabas un frío helador. A ella le parecía estar viviendo una segunda infancia. Era como cuando vivía con sus padres en la casa del pueblo en la que no había calefacción. Aunque había una diferencia: no es que no tuviera calefacción sino que no la encendía porque no podía pagar el recibo de la luz. Ya debía demasiados meses y vivía con la zozobra de que le pudieran cortar el suministro en cualquier momento.

Llevaba demasiado tiempo en paro. Vivían los cinco con los cuatrocientos euros que le daba el Estado ya que su exmarido no le pasaba ninguna ayuda a pesar de la sentencia judicial.

Y las Navidades no son los días más apropiados para sufrir impávidos la carencia de lo más nedesario, se decía. Comenzaba a estar harta de escuchar frases como “feliz Navidad”, «felices fiestas», “que el espíritu de la Navidad reine en vuestras casas”, “que el espíritu de la Navidad anide en vuestros corazones”… y otras lindezas más que a ella le crispaba los nervios y le entristecía el alma. ¿Qué espíritu de la Navidad puede reinar en una casa donde falta lo primordial? En su corazón no tenía cabida ningún otro espíritu que no fuera el afán de lograr alimento para sus hijos cada día.

Seguía observando a la gente pasar por la calle. Ya casi había anochecido. Jorge, el mayor, le pidió que encendiera la luz, ya no podía escribir.

Encendió la luz central del techo y volvió a mirar hacia la calle. Por su mente rondaba constantemente un único pensamiento: lograr que sus hijos notaran lo menos posible el agravio y la humillación de ser pobres durante estos días al menos. Aunque no sabía muy bien cómo podría lograrlo.

En el piso de arriba don Ernesto se disponía a pasar otra Nochebuena solo. Hacía ya cuatro años que había muerto su mujer. Tenía un hijo pero vivía en el extranjero. Le había dicho que fuera a su casa pero él no estaba ya para viajes largos y menos a otro país. Sabía de las dificultades de su vecina Lucía y sus cuatro hijos. Pensó que podía ser buena idea invitarlos a cenar a su casa. Pero no se atrevía a pedirle que vinieran a pasar la Nochebuena. Él no era rico pero vivía con una pensión digna con la que podía satisfacer sus necesidades más perentorias. Y por supuesto en su casa había calefacción. Decidió arriesgarse: fue al mercado y compró comida para seis personas. Por supuesto no se olvidó del turrón, los mazapanes, los refrescos, la sidra y hasta un poco de champán.

Preparó la mesa con mimo y esmero: eligió el mantel más alegre, la vajilla de las fiestas de guardar y los cubiertos de las grandes ocasiones. Puso una vela en medio y, una vez que lo tuvo todo dispuesto, se duchó, se afeitó y se perfumó. Luego se vistió con su mejor traje y bajó al piso de su vecina.

Lucía había visitado varias tiendas y algún supermercado, comparando precios para así poder elegir lo que iban a cenar. Al final había comprado algunos fiambres y un pollo ya asado, ella no podía encerder el horno. Aún era pronto y sus hijos estaban entretenidos viendo la tele.

De pronto sonó el timbre de la casa. Lucía abrió la puerta y, al ver a don Ernesto, tan elegante, con aquel traje y la corbata, solo acertó a decir, “hola”. Él le dio las buenas noches y a continuación, con un cierto nerviosismo, le dijo:

– Disculpa mi atrevimiento, Lucía. Vengo a invitarte a cenar. Me haría muy feliz y te estaría muy agradecido si quisierais venir tú y los niños a pasar la Nochebuena conmigo. Sabes que vivo solo y es un día especial para estar rodeado de calor humano.

Se sorprendió tanto, que no supo que contestar:

– Pero… es que no sé qué decir. Me pilla tan de sopetón. No sé si debo…

– Que conste que no lo hago por hacerte un favor. En tal caso, seréis tú y tus niños los que me lo hagáis a mí. Yo tengo arriba un poco de comida y tú tienes la alegría y la vitalidad de tus niños. Algo mucho más valioso que la mejor pierna de cordero.

Lo pensó un poco más y luego dijo:

– Bien, voy a vestir a los niños para la ocasión. Está usted muy elegante – añadió sonriendo. La primera sonrisa, por cierto, que afloraba en su rostro desde hacía demasiados días.

– Estupendo. Arriba estaré esperando. Subid cuando queráis.

Lucía entró en casa y comunicó a sus hijos que don Ernesto los había invitado a cenar, que había aceptado la invitación y que iban a cambiarse de ropa y a ponerse elegantes, ¡que era Nochebuena!

La madre fue a la habitación y les trajo la ropa adecuada para la ocasión. No permitió que salieran de la sala no quería que se acatarraran. Ellos gritaban y saltaban de contentos. Sabían que en casa de don Ernesto, además de buena comida,  había calefacción.

Fue una noche “verdaderamente buena”: los niños saciaron el hambre atrasada, al mismo tiempo que reían oyendo a don Ernesto contar sus batallitas de juventud. Lucía dejó las preocupaciones aparcadas durante el tiempo que duró la cena y la sobremesa y don Ernesto se sintió acompañado y hasta le pareció haber encontrado una nueva familia.

Antes de que regresaran a su casa, les entregó a los niños algunos regalos que había comprado. Lucía se sentía feliz viéndolos disfrutar abriendo los envoltorios de los regalos. Aunque, al mismo tiempo, comprobó con un rictus de tristeza que la seriedad que sus hijos mostraban en casa no era algo natural sino producto de la situación de pobreza en la que vivían.