A Ñ O S D E S P U É S
Aquella mañana salió de casa sin rumbo fijo. ¿A quién podía llamar? Todas sus amigas tenían sus quehaceres y no era a ellas precisamente a quienes le apetecía ver. Demasiado tenían que soportarse cada vez que sus maridos decidían reunirse para celebrar no sé qué evento o aniversario. Eran todas ellas tan insustanciales, tan poco inconformistas, tan despreocupadas de la realidad, si ésta no se circunscribía a sus hijos, casa o marido, que reunirse con ellas le producía un gran fastidio. Y no es que ella fuera un ejemplo de mujer independiente, progresista e intelectual. Pero al menos se consideraba una mujer que vivía siendo consciente tanto de lo que sucedía en el mundo, como de las carencias que sufría desde el día en que decidió dejar de trabajar y cuidar de sus hijos, aunque luego sólo tuvieran una hija, porque es lo más normal ahora, como decía su marido. Además para qué molestar a nadie. ¿Quién podría tener interés en conocer cuál era su estado de ánimo? Pero ¿qué le sucedía? ¿De dónde nacía esa tristeza que, por otro lado, era dulcemente otoñal? ¿Era quizás el vacío que veía agrandarse entre ella y su marido y que ni siquiera su hija era capaz de llenar lo que le tenía sumida en la más absoluta y desesperada soledad? Cruzó un semáforo mientras mascullaba entre dientes: ¡Angustia metafísica!, quizás.
Caminaba por la calle y sentía que la lluvia comenzaba a empapar la gabardina, que había elegido al salir de casa más como signo de coqueta elegancia que en previsión de que lloviera, sin que ello la molestara lo más mínimo. Parecía necesitar el frescor de las gotas de agua sobre su cabeza para así insuflarse la energía de la que ahora carecía. Sin embargo el frío poco a poco se le fue introduciendo en el cuerpo y pensó que un café le sentaría bien.
Fue desechando los bares que le parecieron pequeños y sucios, con el piso lleno de serrín (no entendía qué pretendían los dueños de los locales esparciéndolo por el suelo los días de lluvia: si que no se resbalaran los clientes o que estuviera más aseado el local, pues ninguna de las dos cosas creía que se lograba con ello) hasta que eligió una cafetería cuya entrada le atrajo porque le pareció extraña: entre acogedora y amenazante. Había que bajar unos peldaños, en franca pendiente, que le produjo una sensación de angustia claustrofóbica (y que a punto estuvo de hacerle volver sobre sus pasos) cuando llegó abajo, pero que se difuminó enseguida al contemplar a aquel individuo que la saludaba con una sonrisa entre dulce y rutinaria.
Le respondió al saludo maquinalmente y le pidió un café con leche en respuesta a la pregunta de si quería algo. Vuelto de espaldas, mientras manejaba los mandos de la cafetera, y embutido en aquella chaquetilla blanca (típica de los camareros) no transmitía la serenidad que antes había creído apreciar. Era ancho de hombros y sus brazos, fuertes y ágiles, contrastaban con su cara aniñada y transparente. Su pelo negro y lacio estaba peinado con elegancia discreta y un poco vanidosa. No supo por qué pero se lo imaginó en la cama. Desde no hacía mucho tiempo (¿desde que cumplió los cuarenta?) se sentía atraída por los hombres de menor edad que ella. Será que con mi marido hacer el amor es como limpiar el polvo cada día: siempre pasar el mismo paño y por los mismos rincones. ¿O será que a esta edad necesitas sentirte viva y ésta es la forma más agradable y atractiva que existe de ver pasar la vida sin el agobio de querer adivinar el final que desconocemos?
Cuando le hubo servido el café, le preguntó si quería algo de repostería, a lo que ella respondió de manera inconsciente que sí, aunque no le apetecía realmente. Pero la tenía absorbida la figura de aquel joven; se sentía extrañamente atraída por él.
Mientras tomaba el café, observó a su alrededor. Hasta entonces no había reparado en los demás parroquianos que la acompañaban. En una esquina de la barra del bar se encontraba un señor, ya entrado en años, al que le faltaba una pierna; y que, sentado sobre un taburete, con la muleta al lado y apoyado en la barra frente a una copa de vino tinto, componía una rara figura. Parecía meditar (dios sabe sobre qué misterios) o quizás sólo miraba el fondo de la copa sin pensar en nada. En una segunda ojeada dirigida hacia el suelo se encontró con un pequeño banco y un cajón de limpiabotas con lo que el cuadro del buen señor quedó completo. A su izquierda se encontraban dos jóvenes de unos veinte años que se susurraban palabras al oído y se miraban amorosamente a los ojos. La verdad es que le dieron envidia, más por la escena amorosa que por la edad. No había nadie más. El resto del local lo llenaba una ligera penumbra que daba sensación de intimidad.
Ensimismada en observar al camarero y demás acompañantes no había percibido la música que edulcoraba el ambiente. Era una canción melodiosa y antigua que no le traía ningún recuerdo en especial, pero que le gustaba. No sabía con exactitud cuál era el título mas unos versos le llamaron la atención: “reloj detén tu camino, haz esta noche perpetua….” ¡Ah, el tiempo! – pensó. ¡Qué rápido para unas cosas y qué lento para otras! Qué traidor que te hace soñar con conseguir lo que más ansías y a su paso vas dejando deseos y más deseos sin lograr ninguno o a lo sumo obteniendo pequeños trofeos que han sustituido a esas ilusiones que dirigían tu vida. Y, mientras, te autojustificas pensando que no eran tan valiosas ni necesarias como creías y que no está nada mal ser lo que ahora eres. Aunque realmente sabes que es mentira.
De manera casi rutinaria, pagó y se fue, no sin antes mirar de nuevo al camarero, como no queriendo olvidar aquella cara que, durante unos instantes, le había traído cierta serenidad.
Al pisar la calle, le pareció emerger de un mundo que no tenía nada en común con el que se vivía sobre el asfalto. Paseó sin tino por las calles y desembocó en un parque que, por culpa de la lluvia caída y el frío, estaba desierto. Secó el agua de un banco con un pañuelo de seda que le había regalado su marido y al que no tenía mucho aprecio y se sentó. Se subió las solapas de la gabardina y se acurrucó lo mejor que pudo. Debía haber traído un paraguas – pensó. El viento soplaba fuerte y las ramas de los árboles despedían con furor las hojas muertas que ya no le servían. Un barrendero iba recogiendo parsimoniosamente aunque concienzudamente las que ya alfombraban el suelo. De vez en cuando algún transeúnte pasaba con prisa. Sólo una pareja de guardias municipales paseaban arriba y abajo con precisión y monotonía. Se estaba bien allí, respiraba paz y tranquilidad; aunque sin saber por qué, se levantó del banco y se puso de nuevo en camino. ¡Se sentía tan terriblemente sola! ¡Era tan grande la insatisfacción que albergaba en su alma! Iba pensativa y no se dio cuenta de que estaba desandando el camino recorrido anteriormente.
Por momentos la lluvia caía con más fuerza. Así que decidió comprarse un paraguas, que tampoco le vendría mal. Sabía de una tienda que estaba cerca y hacia allí se dirigió. Entraba distraída y no se dio cuenta de que un individuo abría su paraguas ante sus narices hasta que sintió un golpe en pleno rostro.
¡Por Dios, tenga cuidado! – gritó malhumorada.
El paraguas se cerró casi con la misma celeridad con que se había abierto y un hombre de porte gentil y caballeroso le pidió mil excusas. Pero ella no podía ni mirarle a la cara de lo que le dolía el ojo. El se mostró preocupado, mientras ella trataba de recuperarse, diciendo una y otra vez “lo siento, lo siento”. Poco a poco se le fue pasando el dolor. Abrió los ojos y, cuando fijó su mirada en la del desconocido, estuvo a punto de caerse al suelo. Aquel rostro adornado por una mirada limpia y una dulce sonrisa lo conocía perfectamente. Así como el afecto que creyó entrever en las palabras que pronunció: “Pilar, ¡qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? Por poco te dejo ciega” y reía alegremente. “Los años que no nos veíamos…”
Pilar se quedó muda, mientras contemplaba al hombre que probablemente más había querido en su vida. Sintió que las piernas se le aflojaban, que los latidos del corazón aumentaban su ritmo y (aunque no tenía un espejo donde poder contemplarse) que el rostro se le había pintado de un rojo vivo e intenso. Una vieja alegría invadió todo su ser.
Sí, mucho tiempo, acertó a decir con voz suave y entrecortada.
Casi veinticinco años. Suponiendo que tú también cumplas años, dijo en broma. Pues no lo parece, estás igual que entonces.
Durante unos segundos ninguno supo cómo romper la tensión que les atenazaba y no les permitía manifestarse con naturalidad. Al fin fue él quien dijo: – Bueno, si ya estás recuperada del golpe, podríamos ir a tomar algo y así nos contamos lo que ha sido de nuestra vida durante todos estos años.
– Sí, respondió. Vamos, si te apetece.
Entraron en una cafetería, muy distinta a la anterior, donde se veía un tipo de gente bastante distinguida aparentemente al menos por la forma de vestir. Pidieron de beber: él una cerveza y ella un vermú. Necesitaba algo fuerte para enfrentarse a aquella situación nueva e inesperada.
Mientras el camarero les servía, ella le miró de reojo varias veces y comprobó con satisfacción que aún conservaba la fuerza expresiva que siempre le había gustado tanto; aquellos ojos seguían siendo tan vivos como entonces. Siempre le pareció que el rostro donde los posaba sufría una quemazón y aturdimiento de los que tardaba en recuperarse. Su sonrisa seguía siendo la de aquel joven pícaro que tanto atractivo tenía para las mujeres. Había perdido pelo y alguna cana decoraba su cabellera, menos abundante, aunque siempre bien peinada. Se mantenía en forma, al menos su cuerpo no había desarrollado las protuberancias que la ingesta excesiva de grasa y la falta de ejercicio físico provocan en los hombres. Se sintió turbada al comprobar que su amor de juventud seguía teniendo el atractivo físico de entonces. Además (y esto la encantaba) seguía vistiendo con elegancia no exenta de sencillez. Mantenía la manía de no portar ninguna prenda que mostrara alguna etiqueta con el nombre de la marca de la ropa.
El también la había estado observando (estudiando más bien) desde el momento en que la sujetó por los hombros después de golpearla con el paraguas, hasta este mismo instante en que el camarero le servía el vermú y ella estaba más pendiente de ver cómo depositaba el vaso sobre la mesa que de otra cosa.
Y también comprobó que su amor de juventud seguía siendo una extraordinaria belleza: era guapa y elegante. Es más, creía verla más atractiva que entonces. El paso del tiempo había armonizado los rasgos que conformaban su figura y la hacía más bella aun. Y había adquirido la madurez y plenitud que sólo conceden los años. ¡Estaba fantástica! Fue él el primero en hablar, después de dar un sorbo a la cerveza. La miraba sonriente mientras le decía: Bueno, cuéntame qué has hecho en todos estos años en que te perdí la pista.
– Pues como todo el mundo, supongo. Me casé, tengo una hija, un marido… (Hizo una pausa y se quedó mirando al suelo). Y eso es todo. (Se mantuvo un rato en silencio, mientras sentía que su vida era realmente muy pobre y triste.) Tú sí tendrás mucho que contar. Como te fuiste fuera…
– Bueno, como tú más o menos. También me casé, tengo dos hijos (chico y chica), una esposa y un trabajo que no me disgusta del todo.
– Y ¿cómo es que estás por aquí? Al mismo tiempo que le hacía la pregunta pensaba en lo tonta que era pues sabía de sobra que tenía a su familia, padres y hermanos, a los que, como era lógico, le apetecería ver de vez en cuando.
– Me han trasladado aquí. Bueno, más bien he pedido yo el traslado. Estaba cansado de la gran ciudad. No aguanto el ajetreo, el ruido de los coches, los atascos, en fin todos los inconvenientes que tienen este tipo de ciudades; con lo tranquilos que vivís los de provincias. Y la sonreía mientras daba un sorbo a su cerveza.
– Sí, pero todo tiene sus pros y contras, no te olvides. Aquí no puedes dar un paso sin que se entere todo el mundo. Además la vida es muy aburrida, apenas hay variaciones. Cenar con los mismos amigos en los restaurantes de costumbre, ir al cine siempre los mismos días, decir adiós a las mismas personas por las calles, aburrirte hasta la saciedad en una palabra. Ahora, al principio, a todo le encontrarás aliciente, todo te resultará atractivo. Volverás a ver a gente a la que hace mucho que no ves, descubrirás rincones de la ciudad que desconoces, cenarás en restaurantes pequeños en los que no tendrás que reservar mesa porque no se llenan nunca… Y podría seguir enumerando cosas que te gustarán y que apreciarás. Pero llegará el día en que, sentado ante la ventana de tu apartamento y mirando hacia la calle, sobre todo en esos días del invierno, fríos y lluviosos, te preguntes si fue una buena idea el decidir venirte a una pequeña ciudad de provincias. Además, puede que tengas una imagen idílica de esta ciudad porque es en la que has nacido, te has criado, empezaste tus primeros estudios, conociste a tus mejores amigos, te enamoraste por primera vez…
No supo por qué pero no pudo continuar después de pronunciar esta última frase. Le parecía que había traspasado los límites de un terreno que quizás era mejor no pisar.
El tampoco reaccionó a tiempo. Parecía como si ambos se hubieran quedado colgados de esa época de la que conservaban muy buen recuerdo. De pronto y sin previo aviso, él le preguntó: “¿Cuándo fue que dejamos de vernos y por qué?”
Ella recordaba perfectamente cómo había sido pero no dijo nada. Esperaba que continuara pues entendía que no era una pregunta que le hacía a ella sino una reflexión más bien. “A lo largo de estos años muchas han sido las veces que he pensado en lo que nos había distanciado y nunca encontré un motivo lo suficientemente fuerte como para entender que lo dejáramos cuando creo que nos queríamos de veras.”
Ella le miraba como si no hubiera oído lo que había dicho. No entendía por qué tenía que pronunciar esas palabras después de tantos años. Le pareció que estaban fuera de lugar. Estuvieron en silencio un tiempo que les pareció mayor de lo que realmente era, mientras miraban hacia los lados. Fue ella la que se decidió a hablar:
– Se me hace tarde, tengo que volver a casa; mi marido está a punto de regresar del trabajo.
El se dio cuenta de que algo no iba bien y estuvo a punto de preguntar qué pasaba pero comprendió que era mejor dejar las cosas como estaban. Era consciente de que había cometido una torpeza pero ya no tenía arreglo.
– Sí, vamos. Yo también tengo un poco deprisa; con la alegría de volver a verte se me había olvidado que tenía que realizar unas gestiones.
– No te preocupes por eso. Aquí el tiempo da mucho de sí. Aún podrás hacer todo lo que te habías propuesto. Todo está muy cerca.
Salieron de la cafetería y a la puerta se despidieron dándose un beso en la mejilla, diciéndose lo feliz que les había resultado el encuentro y deseándose lo mejor para el futuro.
Aquella noche no pudo dormir apenas. No se le iba de la cabeza la imagen de su amor, ahora prohibido y entonces imposible, pues nunca llegó a fructificar sin que realmente hubiera razón alguna que así lo determinara. Los hados maléficos, que dicen algunos, que no soportan ver felices a los humanos. Sólo el hecho de pensar en él, le hacía estremecerse. Revivía sensaciones que creía haber perdido para siempre pues pertenecen a épocas en que la sangre bulle por las venas con la fuerza que proporciona la juventud. El palpitar entrecortado y rápido del corazón, unido a la sensación de calor y ahogo le recordaba la primera vez que se enamoró, siendo aún muy niña, de aquel joven rubio y fuerte que trabajaba en el estanco. Cada vez que tenía que ir a comprar tabaco para su padre apenas si le salían las palabras. El cosquilleo actual le recordaba el nerviosismo de la época de exámenes en la universidad. Y para colmo, no dejaba ni un solo momento de pensar en él. Y lo peor es que le gustaba sentir ese ahogo y ese palpitar, creía así recuperar los años de la adolescencia y juventud. Y aunque querer recuperar el pasado es un sinsentido, revivirlo puede ser una necesidad – pensaba. Mas a renglón seguido se decía: ¿Cómo es posible que me suceda a mí esto, después de tantos años de tenerlo totalmente olvidado?
Al día siguiente salió temprano a la calle. Tampoco hoy tenía que hacer nada especial: ir a la compra, como casi todos los días. La limpieza de la casa ya se la hacía una persona que tenía contratada. Pero realmente su salida obedecía más al deseo de encontrarse con su antiguo novio que a la necesidad de comprar nada.
Anduvo despacio por calles y avenidas sin saber adónde dirigir sus pasos; entró en tiendas de ropa, miró y examinó prendas que no pensaba comprar; preguntó precios a las dependientas sin prestar mucha atención a lo que le decían, y se probó vestidos frente a espejos que le decían que era atractiva todavía. ¿Él la encontraría todavía atractiva? Paseó sin rumbo fijo y ya, al final de la mañana, cuando estaban a punto llegar su marido y su hija a casa, regresó.
Pasaron los días y no volvió a ver a su amor. Las noches se le hacían eternas pues apenas si dormía. No se le iba de la mente. Sólo pensar en él, la excitaba como hacía tiempo que nadie había logrado excitarla. Se imaginaba que hacían el amor y se sentía mal por ello, pues nunca había engañado a su esposo; aunque eso no era óbice para que de inmediato volviera a sentir la necesidad de verse cobijada entre los brazos del amado. Era una lucha entre el corazón y la razón; entre el deber de esposa y las ansias de sentirse libre. Eran unas ganas enormes de vivir, de sentirse mujer, de salir de la monotonía de cada día. De disfrutar de algo a lo que creía tener derecho; ¿por qué tenía que renunciar al amor? – se decía. Se creía capaz de amar a dos personas. No veía contradicción entre querer a su marido y amar al intruso que se había colado en su vida sin pedir permiso. Ella no había hecho nada para que así fuera; la culpable si acaso era la lluvia que le hizo entrar a comprar un paraguas. Además, ¿por qué tenía que dar explicaciones? Ella no era propiedad de nadie. Claro que la diferencia estaba en los verbos utilizados: “querer” al esposo y “amar” al intruso. “Querer” se puede querer hasta a un ser desconocido, a un animal de compañía. Es algo casi aséptico, es sinónimo de generosidad y altruismo, quizá. Pero “amar” es otra cosa, es algo más serio que implica entrega, ilusión y hasta dolor y sufrimiento.
Cuando se ponía a pensar en cómo habían sucedido las cosas, no salía de su sombro. Si hubiera tenido que elegir ella el modo como deberían desarrollarse los hechos, no hubiera sido capaz de idear una manera mejor. El destino y su misterioso comportamiento, se dijo. Como tampoco nunca pensó que la alegría de verlo después de tantos años de ausencia se iba a trocar de pronto en desasosiego y ansiedad.
Es increíble, cuando quieres que suceda algo que te arranque de la monotonía habitual, que te libre del hastío y del aburrimiento de cada día, no pasa absolutamente nada. Y en el momento más inesperado, cuando más desprevenida te encuentras, ¡zas! Surge el caos y el desorden. Aunque… ¡bendito caos! Ahora sentía que su corazón se había llenado de vida y su vida había, de pronto, cobrado sentido.
Habían pasado varios meses desde que se había encontrado con Manuel y en este tiempo no lo había vuelto a ver. Pero algo había cambiado en su vida. Ella no era ya la Pilar que, aunque envuelta en un halo de monotonía y desgana, vivía alegre y segura de sí misma. Estaba angustiada y despistada. El Amor había llamado a su puerta y ella la había abierto de par en par. Por eso su vida era un caos pues nada tenía ya sentido para ella salvo pensar minuto a minuto, hora tras hora en su amado. Quería volver a verlo. Pero no debía hacer nada que pareciera que era eso lo que buscaba. Podía mirar en la guía de teléfono, claro, eso era fácil pero no deseaba descubrirse de tal manera que, en caso de confrontación futura, pareciera que era ella la que había dado el primer paso para restaurar la relación de noviazgo del pasado. Debía ser algo casual, como la vez anterior. Pero ya se sabe: el destino sólo aparece muy de vez en cuando. Además su educación y hasta su moral no le permitían tomar la iniciativa; no era como las jóvenes de ahora que son más decididas y, si algo les interesa, atacan con todos los medios a su alcance. Ella era una señora que no iba detrás de los hombres como una cualquiera. Pero, ¡qué ganas de volver a verlo!
Una mañana fue al banco a sacar dinero. Mientras esperaba frente al cajero a que éste le proporcionara la cantidad seleccionada, miró hacia el interior del local y ¡oh, sorpresa! En una mesa estaba él hablando con un cliente. ¡Claro! ¡Cómo no se me ha ocurrido antes! Si su padre trabajó ya en el banco. Es lógico que el hijo haya seguido los pasos del progenitor. Recogió el dinero y salió a la calle con un sofoco que no podía atribuir a la menopausia que ya estaba cerca, sino al hecho de haberlo vuelto a ver. Se sentía como una cría de quince años. Nerviosa y despistada; feliz y azarada. De buena gana se hubiera acercado a él y le habría dicho los sentimientos que albergaba en su corazón: que le quería, le deseaba, le adoraba, le añoraba, que pensaba en él a todas horas; en una palabra, que estaba enamorada de él; que le quería con toda su alma; que le gustaría poder volver atrás y así subsanar los errores cometidos en el pasado. Pero sabía que nunca se lo iba a decir.
Siguió andando mientras sus lágrimas surgían súbitamente de sus ojos y descendían por sus mejillas. No entendía qué le había pasado. No entendía por qué se había enamorado de nuevo de aquel hombre. Después de tantos años sin verlo, sin saber nada de él, ahora, de repente, sentía que las fuerzas le faltaban en su presencia. Lo peor era que su marido se empezaba a preocupar, pues veía que no comía, que siempre estaba despistada, pensando en sus cosas, que la delgadez era cada vez más patente, lo que hacía que la belleza de su rostro hubiera desaparecido, por culpa de las ojeras que casi ocultaban su limpia mirada. Aquel día había ido al banco porque se lo había pedido él, pero apenas salía de casa. No se arreglaba como antes, no iba a la peluquería ni de tiendas; hasta su hija, que normalmente andaba más preocupada de sus cosas, se había dado cuenta de que a su madre le pasaba algo. Le pedía que saliera, que hiciera la misma vida de siempre. Tuvo que buscarse un motivo que pareciera creíble y justificara su actitud, ante la insistencia de su familia. Un día ante el requerimiento de su marido y de su hija en saber qué le pasaba, y no pudiendo decirles la verdad, adujo que tenía una fuerte depresión. La crisis de los cuarenta, decía. Que te haces mayor y cualquier día te vas de casa, y miraba a su hija; que yo cada vez soy más vieja, estoy más arrugada y tú seguro que me encuentras menos atractiva, le decía a su marido. Y no podía remediarlo y las lágrimas anegaban sus ojos por más que intentaba que no sucediera así porque no quería que los suyos se preocuparan viéndola llorar. Mamá, por ¡Dios! Qué cosas dices: vieja, tú, si eres una niña y una belleza. Ya me gustaría a mí llegar a tu edad con ese cuerpazo y esa cara sin una arruga de más. Con las justas, las que tiene que tener un rostro que ha vivido la vida a lo largo de cuarenta años. ¿No es cierto, Papá? Y él asentía sin decir nada pues también le embargaba la emoción, viendo cómo sufría su esposa. Cambió las lágrimas por una media sonrisa y se abrazó a su hija con todo el amor que el paso de los años le permitía transmitir, mientras miraba al marido como pidiéndole la ayuda que él no le podía proporcionar.
El marido salió hacia el trabajo y la hija se fue a clase. Cuando se quedó sola, fue al salón y puso un disco. Sin saber por qué, eligió el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo. Apenas pudo pasar de la primera página del periódico; el sonido de la guitarra le arrancó de aquella habitación y la situó tras un cristal a través del cual contemplaba embelesada a aquel ser tan maravilloso que le había robado el corazón y estaba a punto de destrozarle el alma. Cuando la fuerza y emoción de los violines desplazaron a la guitarra a un segundo plano, sintió removerse dentro de su ser el eco del amor de antaño y no pudo contener las lágrimas que de nuevo volvieron con mayor fuerza que antes. No soportaba seguir escuchando aquella música que tanta emoción le producía, pues notaba que el corazón se le aceleraba y de un momento a otro se le iba a parar. Salió del salón y se fue a la cocina, como podía haberse ido al cuarto de baño. No sabía lo que hacía, no entendía lo que le sucedía, no encontraba razón a lo que estaba viviendo, no soportaba por más tiempo aquel dolor de sentir amor. Jamás había pensado hasta entonces que amor y dolor forman parte de un mismo todo. Ella no estaba preparada para aguantar tanto sufrimiento. En sus años de universitaria había leído poemas que hablaban de la destrucción que puede acarrear el amor. Pero aquello era demasiado: se estaba destrozando a sí misma y a los que la rodeaban. Quería salir de aquel túnel pero no encontraba la boca liberadora de tanta opresión. Sentía ganas de gritar a pleno pulmón que se había enamorado pero que no quería seguir así, que necesitaba ayuda, que alguien le dijera qué debía hacer para recobrar la paz interior de que antes disfrutaba y que tanto ansiaba ahora.
Se fue serenando poco a poco mientras preparaba un té caliente. Tenía que acabar con aquella situación. No podía continuar por más tiempo pues no creía ser capaz de aguantarlo. Empezaba a sentir miedo: hasta a su esposo lo veía como un extraño. No le apetecía hacer el amor con él, y si cedía a sus insinuaciones era por no despertar sospechas. Pero cuando sentía el peso de su cuerpo sobre ella, pensaba que era otro el que la poseía. Y no quería hacerle daño pues era un hombre bueno y no merecía el castigo del engaño. Aunque, se decía, no le he engañado, si no he tenido contacto ninguno con mi amante. Sin embargo, sólo el hecho de pensar constantemente en él para ella ya era un engaño que no podía aceptar.
El paso de los días no mejoraba la situación de Pilar. Empezaba a estar enferma, enferma de amor o por amor. El caso era que seguía sin salir de casa, no hablaba apenas con nadie; con su esposo y poco pues el trabajo le retenía muchas horas fuera de casa y cuando llegaba, el cansancio le impedía entablar una conversación seria con su esposa. Además, estaba cada día más convencido de que era efectivamente una depresión lo que había contraído su mujer por culpa de la edad. Con su hija hablaba de otras cosas, de sus cosas, pues para ella aún era una niña.
Hacía casi un año que se había reencontrado con su amor y a pesar del paso del tiempo, que ella pensaba que le ayudaría a olvidarle, resultaba que cada día le deseaba más. Su vida seguía siendo igual de monótona que siempre y su estado de ansiedad no desaparecía. Se sentía excesivamente nerviosa, tensa; dispuesta a la discusión y al enfrentamiento por menos de nada. Incluso, raro en ella, había perdido el interés por cosas que antes eran lo que la mantenían viva y en contacto con la realidad. Apenas si le interesaba algo. Hasta había descuidado el aspecto personal.
Cansada ya en el fondo de no salir de casa, un día decidió ir a la peluquería. Sentía ganas de recuperar la belleza externa al menos. Deambuló un poco por la ciudad después de salir de la peluquería para, y casi sin darse cuenta, emprender camino hacia aquellos lugares que le recordaban a su amado. El primer lugar que visitó de nuevo fue el bar en que tomó café aquel día en que la lluvia y al azar cambiaron su monótona vida. Bajó las escaleras como antaño, con cierta aprensión, y comprobó, no sin desagrado, que el camarero aquel de brazos ágiles y fuertes no estaba. El ambiente era tan deprimente como aquel día por lo que salió camino de la cafetería donde tomó el vermú con Manuel. Sentía la necesidad de recorrer el mismo itinerario que entonces. Creía que así le recuperaba; sentía su presencia y le hacía bien, por paradójico que pueda parecer. Se detuvo lo justo en el mismo sofá y ante la misma mesa y tomó también un vermú como entonces. Pero se reprochaba a sí misma lo que estaba haciendo. No tenía sentido querer aprehender una sombra, que era en lo que ella lo había convertido. Sabía que el hombre de carne y hueso allí no estaba. Donde sí le podía encontrar quizá era en el banco por lo que hacia allí se dirigió. No tenía necesidad de sacar dinero pero ansiaba verle. Entró dentro, miró hacia el lugar donde lo había visto la vez anterior pero la silla estaba ocupada por otra persona. No se atrevió a preguntar por Manuel pues no deseaba descubrirse; en ningún caso quería que la relacionaran con él. Salió mirando a un lado y a otro, al mismo tiempo que se sentía observada por los empleados del blanco que se habían dado cuenta de su presencia.
Seguían pasando los días y su estado de ánimo cambiaba como el transcurrir de las horas, lenta pero inexorablemente. A períodos de cierta calma y hasta de una recuperada alegría, seguían otros de una acendrada tristeza y desgana, incluso hasta desesperación. No tenía solución por más que lo intentaba; el intruso seguía dentro de su alma y no había manera de echarlo.
Otro día decidió salir e ir al banco con la intención de preguntar por Manuel en el caso de que no estuviera. Y efectivamente, cuando llegó y miró hacia el lugar donde se suponía que debía estar, comprobó con dolor y hasta sorpresa que la silla seguía ocupada por otra persona. Estuvo a punto de decirle que qué hacía allí sentado, que aquel lugar le correspondía a otra persona a la que ella iba a ver, más que eso, que necesitaba contemplar. Parada ante la mesa preguntó sin más preámbulos dónde se encontraba Manuel. El trabajador se la quedó mirando como no dando crédito a lo que estaba oyendo. El sabía lo que le había sucedido al compañero y pensaba que todo el mundo debía saberlo. Se miraron los dos: ella con cara de apremio y él con expresión de pues ya sabe usted, el destino, que está de pasar, y cuando es así no hay nada que lo pare, que le llegó su día, que vas tan tranquilo por la carretera y ¡zas! te encuentras un tronco caído por culpa de la última tormenta. Vuelta de campana y al otro barrio. Pero ya hace más de un mes que Manuel reposa en el cementerio, dijo bajando la voz y con aire de tristeza ante la cara de sorpresa e incredulidad de su interlocutora.
– ¿Qué desea, señora?
Aquella pregunta la sacó de su ensimismamiento. Se asustó de lo que estaba imaginando ¿Cómo es posible albergar pensamientos tan trágicos? Cualquiera que supiera leer en mi mente se asustaría, pensaría que quiero que le pase algo malo para así librarme de él. Y nada más lejos de la realidad. Se acercó, ahora sí, hasta el lugar donde se encontraba aquel empleado del banco que tenía un cierto atractivo, aunque con el traje y la corbata cualquier hombre parece algo, y le respondió:
– Buenos días. Quería saber dónde se encuentra Manuel, el empleado que antes ocupaba esta mesa. Aquel individuo la miró de abajo a arriba, se levantó y la invitó a sentarse con la mejor de sus sonrisas.
– Usted dirá, señora. Perdone, pero no he oído lo que me ha preguntado, tan ocupado como estaba en contemplar su belleza singular. ¡Dios mío! Pensó Pilar, qué peligro tiene este tío.
– ¿Cómo dice?
– Lo que oye, que estaba admirando su extraordinaria belleza y no he prestado atención a lo que me ha preguntado.
– Le preguntaba por el trabajador que antes estaba en esta mesa y que hace un tiempo que no veo por aquí, repitió con un deje de malhumor.
– Ah, sí, Manuel. No lo sabe; ¡claro! Pues el bueno de Manuel se ha ido al extranjero. A Australia, creo. Y es que tuvo una suerte loca, el tío. Le tocó la primitiva, un montón de millones y se escapó con una compañera del banco. Chica alta y rubia, y más joven que él. Pero ¿no se ha enterado? Si ha sido la comidilla de la ciudad, ya sabe usted estas ciudades pequeñas como son. Y la pobre esposa se ha llevado un disgusto; tan unidos como parecía que estaban…
Pilar se levantó de su silla sin decir nada y se dirigió a la salida sin hacer caso a las zalamerías que el joven aquel la dedicaba, y con la cara a punto de estallar no sabía si de desesperación o de risa. No daba crédito a lo que había oído. Resultaba que el individuo por el que llevaba suspirando meses, por el que se estaba destruyendo a sí misma y a los suyos, por el que se estaba quitando la vida, el que le estaba alejando de su familia, el que la estaba llevando a la desesperación se había escapado con otra mujer a Australia nada menos. Al llegar a la calle se puso a reír como una loca y a gritar con tal fuerza que de pronto se sintió vacía, como el molde de escayola al que le quitan la obra definitiva. Se encontró libre por fin, como si hubiera pasado los últimos meses de su vida en una cárcel. Llegó a casa y rompió a llorar más porque necesitaba liberarse de verdad del fantasma del pasado que porque le supusiera pena alguna haberse dado cuenta de que se había enamorado de un individuo que no merecía su cariño.
Cuando llegó su marido, la encontró vestida de fiesta y preparada para salir a cenar. No se lo podía creer.
– Qué alegría me da verte de nuevo entre los seres vivos, le dijo.
– Pues sí, ya estoy aquí otra vez, por fin he regresado. Ha sido un largo viaje, lleno de sufrimientos y de fatigas. Pero ha merecido la pena. Ahora sé lo que deseo realmente. Y hoy es salir a cenar contigo pues hace mucho que no vamos a ningún sitio solos.
BUENO, ME HA ENCANTADO.
EL DESTINO ES MUY CAPRICHOSO, Y LOS SENTIMIENTOS SE ALBORATAN.
ME PARECIO AGRADABLE RECORDADR AL CLIENTE CON UNA PIERNA Y LA MULETA, LIMPIA BOTAS (PEPE?).