ESTACIÓN APEADERO

ESTACIÓN APEADERO

“No puedo volver al pasado porque era una persona distinta.” Lewis Carroll.

“La vida debe ser comprendida hacia atrás. Pero debe ser vivida hacia delante.” Soren Kierkegaard.

Autor: José Retortillo

PAULA

Las manos le temblaban hasta el punto de no ser capaz de leer ni una línea de la carta que Daniel le había dejado escrita. Le costó, pero al fin pudo contener el llanto. Se secó las lágrimas con un pañuelo que extrajo de su bolso de mano, que anteriormente había depositado sobre la mesa del despacho de su padre, y recuperó la calma. Observaba aquellas cuartillas y le parecía que de un momento a otro, y como por arte de magia, se fuera a hacer presente la figura de su amado. Eran demasiadas emociones en poco tiempo y no se sentía con fuerzas para soportar una más. Habían sido unos días tremendamente duros, tanto física como emocionalmente, y estaba muy cansada. Aunque, bien es verdad que el agotamiento que inundaba su cuerpo y mente no era la consecuencia puntual de la celebración de los funerales e incineración del cuerpo de Daniel sino que era producto de los meses que llevaba soportando la angustia de saber que se moría como si tal cosa no fuera a suceder jamás.
Con los codos apoyados sobre la mesa, se sujetaba el rostro con las manos y miraba a su alrededor. La mente la retrotrajo a épocas pasadas y, aunque las lágrimas le nublaban la vista, se vio a sí misma, aún muy niña, cobijándose entre los brazos de su padre. Añoró aquel tiempo y deseó regresar a él para poder refugiarse de nuevo en su regazo en demanda de ayuda, pues se encontraba tan sola y desvalida como una paloma en medio del desierto.
Inclinaba la vista hacia el cuaderno de pastas negras y aquella letra le traía de forma reiterativa a la mente la imagen de su amor, desaparecido tan tempranamente. Y se decía que no podía ser verdad que en tan poco tiempo le hubiera sucedido tal cúmulo de desgracias. Pues se le habían ido las dos personas a las que más había querido y a las que más necesitaba hoy en día, sobre todo, ahora que albergaba en su vientre el fruto del amor. ¡Cómo le hubiera gustado a su padre conocer a la criaturita que crecía día a día en su seno! Y no digamos a Daniel. Se daba cuenta de que sus figuras entablaban un combate en su mente y corazón por ver quién de los dos ocupaba el lugar preeminente. Y ella no podía decir quién de los dos era el preferido porque no lo era ninguno y los dos al mismo tiempo. Amaba a ambos con todas sus fuerzas y los añoraba con toda el alma.
Decidió dejar la lectura de la carta de Daniel para el día siguiente. Estaba a punto de abandonar el despacho de su padre para irse a acostar, cuando Cecilia se asomó a la puerta:
– ¿Qué tal estás? ¿Necesitas algo? – le dijo desde la distancia, como si no quisiera inmiscuirse en sus pensamientos por no molestar.
– Bien, Cecilia, bien… No necesito nada, gracias… Pero pasa, no te quedes ahí.
Entró y se colocó a su lado. Se apoyó en el reposabrazos del sillón y la abrazó con todo el amor y la ternura de que fue capaz y que tantas otras veces ya le había demostrado. Paula no pudo contener el llanto, que de nuevo cegaba su vista, y se aferró con fuerza al cuerpo de Cecilia.
– Tranquila, mi niña, que todo lo superarás, más pronto que tarde. Eres fuerte y, por muchas dificultades que el devenir de la vida te depare, sabrás salir a flote. Además, no estás sola, tienes a tu madre y hermanos y aquí estoy yo para lo que necesites.
Paula se separó de ella y le contestó:
– Gracias. Siempre he sabido que podía acudir a ti en busca de ayuda. Han sido tantas las ocasiones en que me has socorrido.
– Así es, niña mía.
Se quedó un rato pensativa y luego continuó:
– ¿Sabes que una de las cosas que más me gustaba cuando erais pequeños tus hermanos y tú era el que vinierais a mí en demanda de auxilio si algo os iba mal? Me hacía sentirme parte de la familia y puedo decir con total sinceridad que eso fue, si en alguna ocasión tuve intención de marcharme de vuestro lado, lo que me empujaba a replantearme la situación y a continuar viviendo en esta casa en la que llevo ya tantos años que ni recuerdo el día en que llegué por primera vez.
– Siempre te hemos considerado de la familia. Cuando te hacía rabiar, y se enteraba mi padre, me reprendía diciéndome: “no te olvides de que Cecilia es de casa y le debes el máximo respeto”. Y tú sabes que no es que no te respetáramos, es que éramos niños y nos gustaba jugar, aunque a veces las bromas que te gastábamos eran demasiado pesadas. Sin embargo, tú aguantabas sin enfadarte. Recuerdo que corrías detrás de mí a lo largo de todo el pasillo y, como tu zancada era mayor que la mía, me alcanzabas enseguida, y, al llegar a mi altura, me sujetabas mientras me dabas un cálido abrazo. Yo escondía el rostro entre tus brazos y esperaba que me riñeras; pero lo único que hacías con tu abrazo era, además de impedir que continuara molestándote, mostrarme cuánto me querías. Siempre he admirado tu saber estar, lo paciente que eras incluso cuando lo que el cuerpo te pedía quizá era dar un grito.
– Querida Paula. Las mujeres de mi generación hemos sido educadas de una forma muy distinta a como lo habéis sido vosotras. Y yo, aunque tuve la suerte de caer en esta familia a la que tú perteneces, siempre he sabido cuál era mi papel y nunca he procurado desempeñar otro distinto. Tus padres me dieron siempre muestras de confianza suficiente para saberme querida y para sentirme a gusto con vosotros.
– Por cierto – dijo Paula -. Nunca me habéis contado ni mi madre ni tú cómo fue el que vinieras a vivir con nosotros. ¿Os conocíais ya anteriormente?
– No sé si es el momento apropiado para recordar el pasado, es ya muy tarde… Otro día quizá.
Hizo una pausa y añadió:
– ¿No sería mejor que te fueras a acostar para así descansar un poco, que buena falta te hace?
– Sí, creo que lo mejor es que me vaya a la cama aunque no sé si seré capaz de dormir y descansar. Tanto dolor se agrupa en mi costado, que diría el poeta, tanta la desazón
que anega mi alma, que no soy consciente de si vivo o muero.
– ¡No digas eso, por dios! Tienes que seguir viviendo con ilusión pues eres aún muy joven y llevas en tu vientre una criatura que va a necesitar de una madre en perfecto estado y con todas las fuerzas disponibles para cuidarla y darle la educación que se merece.
Al mismo tiempo que así le hablaba, apagaba la luz del despacho del padre, mientras
Paula ya se encaminaba pasillo adelante hacia la que siempre fue su habitación y que su madre conservaba tal cual ella la había dejado cuando se casó por primera vez. Y de la misma manera que cuando era niña, aquella noche dejó que Cecilia le ayudara a quitarse la ropa y la introdujera en la cama y la arropara igual que hacía por entonces, a pesar de que sabía que su padre vendría luego y repetiría la operación de meter las mantas por debajo del colchón y subirle el embozo hasta casi cubrirle el rostro y que a ella tanto le gustaba pues dentro de las sábanas y mantas se sabía totalmente protegida y no tenía miedo a nada ni a nadie. Hoy se sintió niña de nuevo y por un momento disfrutó de la atención de su querida Cecilia. Había entregado en los últimos tiempos todo su amor y cuidado a Daniel y quizá por eso hoy necesitaba la protección y el cobijo de otro ser. Le dio un beso como cuando era niña, apagó la luz, le dio las buenas noches y salió. Paula poco a poco, mientras recorría de nuevo la senda de la península de Mataleñas y lanzaba al viento las cenizas de Daniel, se fue quedando dormida.

LA CARTA DE DANIEL

La vida comenzaba a resultarle demasiado monótona. No estaba habituada a permanecer en casa sin tener nada que hacer. Era un privilegio que su madre y Cecilia le hicieran la vida tan fácil, pero ella necesitaba acción. Era vital expulsar de la mente los malos pensamientos. Pero para ello, debía prestar atención a otros menesteres distintos a los que ahora la ocupaban. Incluso aumentaba su tristeza el que los días fueran cada vez más cortos y la noche hiciera acto de presencia a hora más temprana. Y, aunque temía no ser capaz de soportar el peso de la soledad, se decía que ya era hora de volver a su casa y de reintegrarse al trabajo. No era plan de permanecer más tiempo encerrada entre cuatro paredes. Debía volver a ser partícipe del mundo que la rodeaba y hacer vida normal. Así que le comunicó a su madre que regresaba a su domicilio. Rosario le quiso hacer ver que al menos con ella podía distraer la mente y ahuyentar los malos pensamientos y hasta olvidar que Daniel ya no estaba.
– Sí, mamá. Tienes razón en que aquí me encuentro más entretenida y me viene bien no tener que preocuparme de nada y que todo me lo deis hecho. Pero también tengo que hacerme a la idea, pues tarde o temprano debo enfrentarme a la realidad y eso solo lo lograré cuando vuelva a mi casa y conviva con mis fantasmas. Además, las clases me ayudarán a superar el trauma y mitigarán la ausencia de Daniel.
Su madre tenía miedo de que la soledad la empujara hacia la depresión, algo poco recomendable en su estado.
– ¡No! No me deprimiré. Sé que tengo que ser fuerte. Soy consciente de que ya no soy
yo sola. Tengo claro que hay otra persona en ciernes que me necesitará y que tendré que estar por ello en perfecto estado de salud física y mental.
– Me alegra oírte hablar así y me tranquiliza al mismo tiempo. Sé que eres fuerte y valiente y que nunca te has acobardado por nada. No obstante, si sientes que el alma te flaquea, aquí estaré para ayudarte a recuperar las fuerzas necesarias.
– Claro, mamá. Desde siempre he sentido una gran paz de ánimo porque sabía que estabais papá y tú detrás para brindarme todo vuestro apoyo. Y eso no ha cambiado aunque él ahora no esté. Y los mimos de Cecilia los necesito casi como el comer. Así que, estate tranquila que estaremos en contacto cada día.

Al introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta, presintió que adentro iba a encontrarse con un mundo nuevo y le dio hasta miedo entrar. Cerró la puerta tras de sí, depositó el bolso de mano sobre el sofá y la bolsa de viaje en el suelo y permaneció parada en medio del salón el tiempo suficiente como para tomar fuerzas y decidirse a pasar a la habitación donde Daniel y ella se habían amado con tanta pasión como ternura. Tomó de nuevo la bolsa de viaje y entró en la habitación. Se cambió de ropa de forma maquinal y se puso cómoda. Regresó al salón y abrió el bolso de mano. Extrajo el cuaderno de Daniel y, con él fuertemente pegado a su pecho, se sentó frente al ventanal de sus ensoñaciones. Lo colocó sobre la mesa y con gran delicadeza lo abrió por la primera página. Por fin estaba dispuesta a conocer los secretos que guardaba. Fijó la vista y comenzó a leer:

“Aquella mañana acababa de darme un baño fantástico. Me había duchado y esperaba a secarme. Mientras miraba distraído hacia el mar y pensaba en mis cosas, la voz de una joven extraordinariamente bella, que acababa de llegar, me sacó de mi ensimismamiento al decirme con sumo respeto, pues me trata de usted, y sonriente, con esa sonrisa que sólo tienen las personas de mirada franca :
-¿Va a estar mucho rato aquí? ¿Podría cuidar de mis cosas mientras me doy un baño?
A lo que yo respondí:
– Si tú me dices ven, lo dejo todo.
Ella sonrió de nuevo y dijo:
– ¡Qué simpático es usted!
Dio media vuelta y se fue a bañar.
Este fue nuestro primer encuentro y bendito encuentro me digo yo ahora. La verdad es que estuve tentado de marcharme pues no veía motivo para permanecer allí como un pasmarote cuidando la ropa de una desconocida que se estaba dando un baño. Pero algo me decía: “espera, merece la pena, esa joven es especial, tampoco pierdes nada aguardando a que vuelva…”
Y llegaste y me volviste a sonreír y me dijiste que el agua estaba “fresquita pero agradable” y yo sonreí porque esa es la frase que digo siempre y nos fuimos a comer
y aquella anoche nos amamos y a la mañana siguiente desaparecí y…
Pero estaba claro que el destino deseaba que nuestras vidas volvieran a cruzarse y me mandó esta enfermedad que me obligó a ir a Madrid, a tu encuentro sin yo sospecharlo siquiera. Y conocí la verdadera felicidad por tenerte y también el dolor más intenso por saber que iba a perderte.
Cuando leas esta carta, ya habré muerto. No quiero que sufras por ello. Deseo que sientas que estoy vivo en tu corazón y que, como tantas veces has explicado en clase
con el soneto de Quevedo, nuestro amor transciende a la muerte. Y yo estaré muerto
pero nuestro amor seguirá vivo. En estos momentos siento la necesidad de escribirte y, aunque lo sabes porque te lo he dicho muchas veces y porque he intentando demostrártelo cada uno de los pocos días en que hemos vivido uno junto al otro, de recordarte que no hay nadie ni nada en el mundo a quien ame más que a ti. Y que he sido muy feliz desde el día en que te conocí pero sobre todo desde aquella noche en que nos volvimos a encontrar en el restaurante de mi amigo Carlos. He pensado a lo
largo de los meses transcurridos desde la operación que mi vida no habría sido igual
de no haberte conocido. Has sido para mí un sostén que me ha ayudado a soportar el sinsabor de la enfermedad. Primero porque pensé que iba a curarme y por tanto me alegraba el alma el imaginar pasar el resto de mi vida a tu lado. Luego, cuando comencé a dudar de que tal cosa fuera a producirse y cada vez fui más consciente de
que iba a morirme, porque al estar a mi lado me diste fuerza y ánimo suficientes para disfrutar de la vida como no lo había hecho antes.
Y, si hubo momentos en los que mi ánimo flaqueaba porque me daba cuenta de que no mejoraba mi estado de salud, bastaba con mirarte a ti, observar cómo corregías los ejercicios de tus alumnos o como hacías cualquier cosa, para que me sintiera de nuevo con fuerzas renovadas para continuar la lucha contra la enfermedad. Y era cierto que se producía una contradicción en mi interior pues sabía que ese bienestar y felicidad que inundaba mi cuerpo y alma no tardando mucho los perdería para siempre. Pero a continuación me decía que era una dicha y un privilegio poder irme de este mundo habiendo vivido unos meses llenos de felicidad a tu lado.
Siento que la enfermedad hace cada día más mella en mi cuerpo. Y presiento que el final se acerca. Hoy estoy cansado y voy a dejar de escribir. Mañana volverás de Madrid de examinar a tus queridos alumnos y quiero estar fuerte por lo que debo descansar. ¡Deseo disfrutar tanto los momentos que me quedan por vivir junto a ti!

UN ENCUENTRO INESPERADO

La entrada en la sala de un profesor, al que apenas miró, vino a sacarla de estas cavilaciones en que se encontraba inmersa. A simple vista calculó que tendría unos cuarenta años; era de estatura media, uno setenta y cinco, se dijo, vestía de manera informal, aunque con americana; de complexión más bien delgada, rostro de tez morena, mirada viva y expresiva, con abundante pelo, aunque con alguna que otra cana, y bien peinado. La miró y la saludó. Cuando Paula escuchó aquel “buenos días” sintió que dentro de sí algo, que hasta entonces había permanecido callado y adormecido, recobraba vida. Habían sido tantas las veces que había escuchado aquel saludo, que no le cupo la menor duda de que aquel profesor era “su profesor”, “Manu”, el preferido, el que le había dejado honda huella en su alma de alumna y adolescente, por el que seguramente ella ahora también se dedicaba a la enseñanza… Era evidente que se había ruborizado, pues el calor que sentía en las mejillas era grande, al mismo tiempo que los latidos del corazón se le habían acelerado. Pero como no quería por nada del mundo que se diera cuenta, se enfrascó en la lectura de una revista que tomó de forma apresurada de la mesita que se encontraba situada a su izquierda.
Él, después del saludo, se sentó a bastante distancia de donde se encontraba ella. Sacó unos cuadernos y se puso a corregir. No le dirigió ni siquiera una mirada durante un buen rato; tan concentrado estaba en corregir unos ejercicios, que ni levantaba la cabeza. Paula no sabía muy bien qué hacer. Estaba claro que él no la había reconocido, lógico por otro lado, habían pasado dieciséis años desde el curso de C.O.U. en que le dio clase.
“Cielo santo, si me parece ahora más joven que entonces… Era tan serio, aunque a veces tan tierno… ¿Habrá cambiado o seguirá siendo igual de buen profesor?… ¿Y por qué habrá pedido traslado a este instituto?”.
Por un lado deseaba darse a conocer, pero temía no ser capaz de mostrarse totalmente serena. Notaba un hormigueo dentro de sí que le mantenía en estado de alerta y no le permitiría actuar con el reposo y la tranquilidad necesaria para el momento que tendría que vivir tarde o temprano. “Además, ¡es el jefe de departamento! ¡Madre mía! Otro curso más en el que me va a tocar vivir emociones fuertes”, se dijo.
De pronto sonó el timbre que anunciaba el fin de la clase y la salida al recreo. Manu guardó los cuadernos en la cartera y salió de la sala con un “hasta luego”, pero sin apenas mirarla. En seguida fueron llegando profesores y profesoras y entre ellos, Teresa y Eduardo. Paula se levantó del sillón, ya repuesta del sofoco, y, junto a sus amigos, marcharon a tomar un café.
Hablaron de todo un poco, aunque más que conversación fue un pequeño y cariñoso examen que Eduardo y Teresa sometieron a Paula.
– Tienes buen aspecto por fuera pero ¿qué tal estás por dentro? – preguntó Teresa.
– Estoy bien, tranquila al menos. Un poco triste por momentos, como ya te he dicho, si me viene a la mente la imagen de Daniel o la de mi padre, pero… bien; sí, puede decirse que me encuentro todo lo bien que una puede estar en circunstancias parecidas.
– No te olvides de pedir ayuda si la necesitas – añadió la amiga.
– Lo haré, no te preocupes, ya sé que puedo contar contigo.
– Bueno… y conmigo – terció Eduardo.
Paula le miró y le sonrió:
– Claro, contigo también, por supuesto.
– No sé si es el momento pero quiero pedirte disculpas por lo que sucedió el último día de curso. Espero que me hayas perdonado. El alcohol a veces te hace extralimitarte.
– Olvídate de eso. Es pasado y el pasado ya no existe. Volvemos a ser los amigos que hemos sido durante todos estos años.
– Oye, ¿cómo llevas el embarazo? – preguntó Eduardo, queriendo cambiar de tema.
– Pues muy bien de momento. Antes se lo decía a Teresa. No siento náuseas ni tengo caprichos o “antojos” que dice mi madre. No me doy cuenta todavía de que dentro llevo un ser. Supongo que con el paso de las semanas y de los meses notaré los cambios. Aún es pronto.
– Te va a cambiar la vida – dijo Eduardo con cierto aire de seriedad -. Un hijo es algo demasiado importante y exige gran atención y sumo cuidado. Y tú sola te vas a encontrar en más de una ocasión con que te faltan las fuerzas para sacar adelante la casa, el trabajo y la educación de tu hijo.
– Sí, ya lo he pensado más de una vez estos días, pero tendré que sacar fuerzas de flaqueza y tirar para adelante. No me va a quedar otro remedio.
– En fin, chicos, dejemos de adelantar acontecimientos – cortó Teresa, que no sabía muy bien por qué pero no le estaba gustando el giro que estaba tomando la conversación, pues parecía que Eduardo estuviera proponiéndose como “acompañante” de Paula o “ayuda” en la tarea de la educación del hijo y, conociendo a Paula, temía que volviera a repetirse una escena similar a la de la discoteca aunque
sin beso de por medio -. Cuando llegue el momento, veremos cómo lo hacemos, ¿no te parece, Paulita?
Paula sonrió y contestó:
– Sí, creo que es lo mejor. Además, es la hora de volver a clase. Así que vámonos.

Ya en casa, volvió a abrir el cuaderno de Daniel y continuó leyendo la carta que le había escrito en los últimos días de su vida:

Vaya noticia que me has dado hoy. Estoy escribiendo y apenas si puedo hacerlo pues no paro de llorar, por momentos de alegría y por momentos de tristeza. ¡Voy a ser padre! ¡Vamos a ser padres! Y yo no estaré aquí para verlo. Siento una gran rabia al mismo tiempo que una enorme tristeza. Y pienso que no es justo para mí pero tampoco para el hijo que vamos a tener, que va a nacer sin poder conocer a su padre.
Hoy he elegido el traje de boda. Al menos me iré a la tumba, habiendo logrado convertirme en tu esposo. Es un consuelo.
No sé qué decirte. Estoy tan contento por saber que seré padre que, aunque no podré ejercer de tal, me llena de orgullo. Te pido, por favor, que le hables de mí a nuestro hijo o hija. Dile que le quiero muchísimo y que me hubiera gustado jugar con él, los dos tirados en el suelo. Y que me hubiera encantado llevarle al conservatorio (no te olvides de apuntarle a clase de música) y que, cuando coloque sus dedos de niño sobre las teclas del piano que me ha acompañado durante tantos años, piense que está posándolos sobre las teclas que antes su padre pulsó tantas veces. Y, cuando bajes a la playa del Sardinero, cuéntale dónde nos conocimos y cómo. Y dile que me hubiera encantado pasear por la playa con él y meterme en el agua y enseñarle a coger olas. Dile que, aunque ya sé que no le será fácil entenderlo, estaré a su lado en cada instante de su vida. Y que desde algún lugar lejano me mantendré alerta para que nada le pase y sea feliz junto a ti.
A ti, querida, tengo que decirte algo que espero que no te moleste. En este tiempo en
que hemos convivido, no he sido todo lo sincero que quizá debería haber sido y te he
ocultado parte de la verdad. Pero ya no tengo tiempo para contarte mi vida. Además, no creo que importe demasiado. Seguramente rompería la cuerda de la felicidad que nos une y no estoy dispuesto a marcharme para el otro mundo dejando un poso de dolor, por pequeño que sea, en tu alma. Carlos ya sabe lo que debe decirte. Cualquier día te llamará y quedaréis y él te revelará mi secreto. Espero que no me lo tengas en cuenta. Consideré que no merecía la pena hacerte partícipe de ciertos aspectos de mi existencia porque estaba más pendiente de mis visitas al hospital que
de otra cosa. Y, luego, cuando comencé a ser consciente de que mi enfermedad no iba a curarse nunca, pensé que aportarte algún dato más sobre mi vida lo único que
podía hacer era aumentar el dolor que ya albergaban nuestros corazones por la situación que estábamos viviendo.
Estoy seguro de que me perdonas porque sabes de sobra que no lo he hecho con mala intención. Todo ha sido por no hacerte sufrir más.
Estoy nervioso; mañana nos vamos a Madrid y al día siguiente nos casaremos. Cuando volvamos, te escribiré unas últimas líneas de despedida. Aunque ya sabes lo que voy a decirte. Que te quiero con toda mi alma, con todo mi corazón, con todo mi ser…
En fin, espero que, cuando pasen los años, y ya me hayas olvidado un poco, vengas a esta casa de vacaciones, te acerques al ventanal y mires de vez en cuando hacia el lugar de la playa donde nos conocimos y sonrías mirando al horizonte. Porque yo estaré allí observándote.