EL AMIGO AUSENTE O ESE AMIGO DEL ALMA


EL AMIGO AUSENTE O ESE AMIGO DEL ALMA

Una de las sensaciones más extraordinarias que los seres humanos podemos disfrutar es la de la amistad de otro ser de la misma especie. Sin bien es cierto que de un animal podemos recibir grandes muestras de cariño, no considero capaz al animal de ser un buen amigo del hombre, en sentido estricto. Pues yo creo que la palabra amistad, además de cariño y de afecto, implica otras cosas.
Debe ser sustento y ayuda para poder soportar los momentos difíciles de la vida, sobre todo cuando la soledad nos rodea y amenaza con destruirnos. Y es en este instante cuando la presencia de él o de ella más necesaria es. Porque a veces la amistad es simplemente “estar ahí”, o “saber que estás ahí”. Es acudir cuando recibimos una llamada de auxilio del amigo y escuchar el motivo o razones de sus sinsabores, aunque a nosotros nos parezcan nimios y sin importancia. Y, si sabemos o somos capaces, regalarle el oído con palabras de ánimo, ya que a veces es el único regalo que se puede entregar.
Creo que una de las cosas que más dolor nos produce es la ausencia de la persona amiga cuando uno cree necesitarla. A veces la ausencia de esta persona querida esconde simplemente un cierto resquemor por situaciones que han parecido a ambos perniciosas. O es simplemente un malentendido el causante del distanciamiento. Lo malo es si este no estar del amigo o amiga implica distanciamiento, lejanía y hasta abandono.
Ser amigo es ser confidente, capaz de guardar el mayor de los secretos y estar dispuesto a no desvelar el más mínimo de los detalles personales del amigo aunque no tengan importancia.
Ser amigo es perdonar los errores cometidos por el otro o la otra pues nadie está exento de cometerlos; y nosotros tampoco. El verdadero amigo es el que no exige más de lo que sabe que nos pueden dar. Claro que esto significa conocer al amigo de tal manera que este saber cómo es nos permite calibrar cuál es el tipo de respuesta que nos puede dar ante una situación determinada. Con cuánta frecuencia las controversias entre amigos vienen determinadas por la exigencia inadecuada y hasta desmesurada por parte de uno de ellos. Y es que no todos estamos capacitados para dar lo que esperan de nosotros. Dice el refrán que “el que da lo que tiene, no está obligado a dar más”. Y en ese caso es muy válido.
Claro que la verdadera amistad significa respetar y aceptar al otro tal cual es. Si queremos convertirle en otro ser distinto a sí mismo, si queremos que sea como nosotros, si le afeamos sus actos porque no nos gustan, si no perdonamos, si nos creemos más perfectos, más inteligentes, más… más… Nunca llegará a fraguar entre dos seres humanos una verdadera amistad. Solo así la amistad es verdadera, y estoy seguro de que será duradera en el tiempo.
(Claro que a lo mejor estoy equivocado.)

 

EL NIÑO QUE NUNCA HABÍA VISTO EL MAR

 
EL NIÑO QUE NUNCA HAB ÍA VISTO EL MAR

Estamos en pleno siglo XX, a comienzos de los años sesenta. El niño vive en una zona donde el único mar que se adivina es el “mar de trigo” que se mece con la caricia del viento. Es más, apenas si ha oído hablar de él salvo cuando ve el mapa que el maestro de la escuela de su pueblo coloca sobre un trípode y ayudado de una regla (que también le sirve para golpear a los alumnos si lo considera oportuno) va señalando y explicando los océanos y los mares que rodean nuestra patria. Palabras como Atlántico o Cantábrico no tienen mayor significación para él que trigo, arado o trilla. Para este niño no tiene sentido que diga el maestro que hay tres veces más de agua que de tierra, cuando él no ve más que tierra y tierra. La que sus paisanos trabajan arando y sembrando cuando llega el otoño y recogiendo la mies cuando quema el sol del verano. Para él, el mar se reduce a un color azulado que contempla en el mapa de hule de la escuela y que lo distingue y lo diferencia del color marrón que define las montañas. El río de su pueblo ya le parece inmenso, así que cuando oye hablar al maestro de la inmensidad del mar, ni se inmuta porque, para inmensas, las tierras de Germán, el rico del pueblo, que no se alcanza a ver dónde acaban, y que las tiene que recorrer montado a caballo.
Pero un día sus padres deciden que tiene que estudiar, es la única forma de salir del ambiente de pobreza que reina en el pueblo, y le mandan lejos de su tierra y de su gente. Tan lejos le mandan, que tarda casi un día entero en llegar. Primero debe realizar parte del viaje en tren. Casi doce horas hasta la ciudad más cercana al colegio donde comenzará a estudiar el bachillerato. Pero el viaje no ha finalizado, aún queda casi lo peor, y es montar en un autobús que recorrerá unos treinta y tantos kilómetros que hay hasta el destino final, transitando carreteras en tan mal estado y con tanta curva que raro es el niño que no vomita antes de llegar.
Muchos de estos niños que han realizado el viaje no han visto nunca el mar. El autocar se desliza por una carretera sinuosa y estrecha, situada a una altura considerable. Y en un momento determinado, el niño que va pensando más en lo que ha dejado atrás que en lo que puede descubrir, va mirando por la ventana desde el asiento del pasillo. Debido a su escasa estatura, apenas si ha cumplido los once años, y recostado como va en el asiento, solo acierta a contemplar a través del cristal de la ventana, una franja o superficie totalmente plana de color gris oscuro, (o eso le parece a él) que le recuerda la carretera que va de su pueblo a la capital, aunque mucho más ancha, extremadamente ancha; ¡tanto!, que la admiración que le produce dicha visión, le hace casi gritar: “¡qué carretera tan grande!”.
En el asiento situado delante de él, se encuentra el curita que les acompañará hasta el colegio. Ha oído la expresión de sorpresa del niño y con sonrisa beatífica (no podría ser de otra forma, tratándose de un cura) le pregunta: “¿hijo, tú nunca has visto el mar, verdad?”
Este se da cuenta entonces de que ha metido la pata y de que aquella carretera no es tal. Es el momento en que es consciente por fin de que ante sus ojos se extiende el mar CON TODA SU INMENSIDAD, como decía el maestro de la escuela de su pueblo. Sintió cierta vergüenza porque en casa le habían enseñado que la ignorancia debía ocultarse y él se había descubierto de forma clara. Pero gracias a él, más de uno de los otros niños, que seguramente estaban contemplando la misma superficie y pensaban cosas similares o vaya usted a saber, hicieron el mismo descubrimiento que él, ya que se levantaron con tanta rapidez de sus asientos y se pusieron a contemplar lo que la ingenuidad del compañero había convertido en carretera, con tanta emoción como les posibilitaba la consciencia de que estaban ante un espectáculo tan maravilloso.
El niño ya no quitó los ojos de lo que más tarde (meses o hasta años) supo que era la ría de Pontevedra. A partir de aquel día aprendió a contemplar el mar y a disfrutar de su visión como antes había disfrutado viendo cómo el viento mecía los trigos de los campos de su pueblo.
Hoy, muchos años después, no podría vivir durante mucho tiempo sin la emoción que el sonido y la inmensidad del mar trae cada día a su corazón.

2014-09-08 20.44.12-1

 

A LOS POSEEDORES DE LA VERDAD

A LOS POSEEDORES DE LA VERDAD

Cada vez que veo algún programa en televisión de los llamados de debate, en el que participan varias personas, se sobreentiende que educadas e instruidas (no me refiero a esos donde se insultan y vejan constantemente), me pregunto dónde han quedado las buenas formas y las normas de educación que en el pasado distinguían a las damas y a los caballeros.
No veo por ningún lado un contraste de pareceres ni una reflexión medianamente inteligente (no ya intelectual). Todo son opiniones abruptas, sin hilazón ni conexión con la opinión del anterior, con lo que todo se reduce a una mera exposición de ideas incluso inconexas y sin mostrar respeto a lo que dice el compañero (para ellos debe de ser solo contrincante) o contertulio. Y es que parece que todos están en posesión de la verdad. No les asalta la duda de que el contrario pueda tener, si no toda, sí al menos un trozo de razón.

Ya decía Luis Buñuel: “estoy a favor de los que buscan la verdad y en contra de los que creen poseerla”. Y es que no hay peor contrincante a la hora de la discusión, comentario o reflexión que este ser que se cree revestido de no sé que atributos que le hacen infalible, cual “papa” hablando ex catedra.
En mi época de juventud a este tipo de personas se les acusaba de maximalistas: si nos atenemos a la definición que da el diccionario, quizá sea decir demasiado: “tendencia a defender soluciones extremas en el logro de cualquier aspiración”; pero es que los hay que no defienden la verdad “sino su verdad”, a costa de cualquier cosa, incluso a sabiendas de que están  mintiendo.

Y es que da igual de lo que hables: puede ser de literatura, de cine, de música … Los hay que defienden a capa y espada opiniones que desde el punto de vista técnico (que ellos por supuesto desconocen) son indefendibles; pero ellos son así.
No han estudiado nunca “crítica literaria” pero se sienten capacitados para opinar si una novela es buena o no. Han visto cine pero ni han oído hablar de los grandes de siempre: no saben quién fue Visconti, John Ford, Fellini, Buñuel…. ni a tantos otros. Pero ellos saben perfectamente si la película es buena o no.
No tocan ningún instrumento musical pero escuchan música de jazz y saben que el músico es un genio porque improvisa de forma magnífcia, cuando técnicamente no tienen ni idea de qué significa “improvisar”.

No digo nada si hablamos de religión o de política. Hay creyentes que no han leído una sola línea de la Biblia, ni del Nuevo ni del Antiguo Testamento. Pero se creen en posesión de la verdad y por tanto no te permiten que razones el porqué tú crees que Dios no existe, aunque lo que te gustaría es poder demostrar que no existe, como decía Machado. Y tú, que no eres creyente, pero que has leído parte de la Biblia, tienes que callarte para no discutir y terminar enfrentado al otro que curiosamente es un familiar o un amigo. Si el tema es la política, da igual si son de derechas o de izquierdas, es peor aún. Aquí puede que aparezca el insulto: “facha de mierda” o “rojo maricón” o vaya usted a saber. Ahora bien, ¿han reflexionado sobre qué criterio deberíamos establecer para poder decir si un partido político lo está haciendo bien o no? ¿Hemos sentado las bases de qué es lo que benefica al bien común?
¡No! Porque a la hora de afirmar o rechazar la validez de algo, no nos basamos en criterios sino en sensaciones o sentimientos.Y así nos va.

¿Es buena esa novela? Pues dependerá del criterio con el que la analicemos. ¿Es buena la música de tal compositor? Depende del conocimiento musical del que la escuche y hasta del momento en que se haga.

¿La complejidad es signo de calidad? ¿Es malo lo que está destinado al entretenimiento? ¿Lo que no me gusta a mí es malo? ¿Lo que me gusta es lo bueno?
Estas y alguna pregunta más podríamos hacernos y todas las respuestas llevarían implícita la palabra “depende”.
Aunque, sí tengo clara una cosa. “CUANTO MAYOR SEA EL CONOCIMIENTO QUE TENGAMOS SOBRE UN ASUNTO O TEMA, MAYOR SERÁ LA POSIBILIDAD DE QUE NUESTRA OPINIÓN SE AJUSTE MÁS A LA VERDAD”.
A pesar de que, como decía don Miguel de Unamuno: “no existe LA VERDAD. Existe mi verdad, tu verdad”. (Y no tiene por qué serlo , añado yo).