EL INOCENTE
Veo la foto del niño sirio, Aylan, muerto sobre la arena de la playa y no sé qué decir. Son tan dispares los sentimientos que acuden a mí, que al final, de entre todos ellos, quedan prendidos en el alma los sentimientos de impotencia y pena, pues son los únicos que reflejan fielmente la resolución de la visión de la imagen que para cualquier persona sensible es estremecedora.
Lo miro detenidamente, observo su carita pegada a la arena, acariciada por los restos de una pequeña ola, hermana posiblemente de la que le ha depositado en la playa, y quiero creer que está dormido. Esa posición: boca abajo, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo y con las manos hacia arriba, las piernas tan juntas, la cabeza ladeada… me recuerda a alguno de mis hijos cuando, con la misma edad, dormían en su cama tranquilamente al calor y el cobijo de un hogar de un país en paz.
Sé que esta imagen sobrecoge a toda persona buena pero también sé que no es el primer niño que muere por querer salir de un país donde la violencia, la muerte, la injusticia, la pobreza y todos los horrores que las guerras traen consigo arrastran a familias enteras a abandonar sus casas y pertenencias, sabiendo que lo único cierto que el destino les puede traer es la certeza de la muerte. Aun así y todo, ellos abandonan sus pertenencias, su hogar, su patria, y salen en busca de un futuro mejor.
Si la muerte de este niño sirviera para evitar la muerte de muchos otros niños, mitigaría la pena que da verle tumbado sobre la arena y después en brazos del policía que lo transporta con delicadeza, como no queriendo hacerle daño.
Pero, por desgracia, aún vendrán más niños a morir a la orilla de los mares de esta Europa, vieja, engreída, soberbia y altanera que gasta más en poner alambradas en sus fronteras que en curar las heridas y alimentar a las personas que, desesperadas, acuden llorosos a sus puertas pidiendo ayuda.