BENDITA TÉCNICA

BENDITA TÉCNICA

Habían sido casi cuarenta años los que habían vivido juntos: habían compartido alegrías y penas y habían sido muy felices. Pero un día ella se fue sin apenas tiempo de despedirse. La alegría dio paso a la pena y al dolor y la tristeza invadieron el corazón del esposo. La soledad que sentía era tan grande como el espacio que se había instaurado entre ellos. Solo mitigaba su dolor el poder oír cada día en el contestador del teléfono la voz que ella había dejado grabada antes de morir. Él no cambiaba de compañía por no perder esa voz que a él le parecía tan melodiosa y dulce porque era la de la única mujer a la que había amado. Era el bien más preciado que le quedaba de ella. Escucharla hablar era como recuperarla. Era sentirla cerca. A veces pensaba que no había muerto y que de un momento a otro iba a aparecer por la cocina o iba a entrar por la puerta de la casa con la bolsa llena de provisiones.
Escuchar las palabras: “este es el contestador… no estamos en casa…. grabe su mensaje después de oír la señal….” era el sustento de cada día. A pesar de que se le saltaban las lágrimas, él sentía una inmensa alegría porque, gracias a la técnica, podía conservar algo vivo de su amada esposa. Era grande la emoción que sentía con solo pensar en apretar la tecla del contestador. Había días que lo escuchaba dos y tres veces. Luego le hablaba como si estuviera presente y le contaba cómo iba pasando el tiempo y cuánto la echaba de menos.
Hacía ya casi doce años que había muerto y pero él seguía sin cambiar ni de compañía ni de teléfono porque no quería perder la voz de su querida esposa.
Pero una mañana, cuando apretó la tecla del contestador, comprobó horrorizado que el mensaje de voz había desaparecido. ¡No puede ser! Le entró una desesperación difícil de calmar. No podía ni imaginarse tener que seguir viviendo sin las palabras de su esposa, pues era lo que le mantenía vivo. Rebobinaba una y otra vez la cinta del contestador y comprobaba con terror que el mensaje había desaparecido, ¡solo se oía el silencio!
¡Dios, Dios, Dios!, gritaba desesperado. ¡Cómo era posible que se hubiera borrado! Pero ¿quién lo había hecho desaparecer? Y ¿por qué?
Decidió llamar a la compañía y contarles lo sucedido. Le dijeron que efectivamente lo habían borrado ellos mismos pero que había sido por error. Que lo sentían pero que no tenía ninguna importancia pues no costaba nada volver a grabar otro mensaje de voz. Solo cuando les contó lo que significaba para él poder escuchar cada día la voz de su esposa muerta en el contestador, se dieron cuenta de que no era cuestión de grabar otro mensaje sino que era necesario intentar restituir “el mensaje”.
Dos técnicos estuvieron varios días intentando restaurarlo. Al final lo lograron. Cuando llamaron a casa del anciano para comunicarle la noticia, a punto estuvo de desmayarse de contento. Apretó la tecla del contestador y volvió a oír la voz dulce y melodiosa de su querida esposa, muerta hacía ya doce años, pero casi viva gracias a la técnica.

QUIERO VOLVER A LA CÁRCEL

QUIERO VOLVER A LA CÁRCEL

Es de noche y hace frío. Lleva una semana en libertad, durmiendo en la calle y se siente solo y despistado. Ha conocido a un mendigo y agradece su compañía. Como él, tampoco tiene dónde cobijarse. Le ha conocido hace dos días. Le pidió un cigarrillo y se lo dio sin más. Fue él quien sin que le preguntara le contó que acababa de salir de la cárcel. “A mí no me importa, es tu problema. No tienes por qué contarme nada si no quieres”.
Pero él tenía necesidad de desahogarse con alguien y le contó que había pasado 27 años preso y que había conocido treinta cárceles pues cada poco tiempo le cambiaban de penal por conflictivo. “Es una manera de castigarte, así no logras una estabilidad emocional. Ni haces amistades ni sientes como propio ningún lugar”.
Había ingresado por cometer un delito de sangre, aunque ya casi no se acordaba de cuál había sido el verdadero motivo por el que había matado.
Siempre había estado recluido en los módulos donde se encuentran los delincuentes más peligros. Eso le había obligado a aprender a defenderse. Eran muchas las cicatrices que atestiguaban lo que decía. Le habían rajado pero él también lo había hecho porque “los tengo bien puestos, ¿me entiendes?”

“Tenía veinticinco años cuando entré en prisión, ahora tengo cincuenta y dos. He sido muy rebelde, ¿sabes? He hecho huelga de hambre y hasta de silencio. Una vez estuve casi dos años sin hablar ni una palabra. Los funcionarios me querían obligar a que hablara pero yo me mantuve en mis trece y no abrí la boca. Pero nunca he tomado drogas. A mí me gusta mucho el deporte. Yo hacía mucho deporte en la cárcel, era lo que me mantenía en forma por si tenía que defenderme.
Los funcionarios no son todos buenos. Algunos abusan de su poder, por eso yo me comportaba así. Me he sentido terriblemente solo en la cárcel. Mi madre era la única que iba a verme de vez en cuando. Pero desde que murió, hace ya varios años, nadie de mi familia me ha visitado nunca: ni mis hermanos, ni nadie”.

Ha callado un momento y su compañero ha permanecido también en silencio. Están sentados, la espalda contra la pared del pilar del puente donde se han cobijado y bajo el que piensan dormir esta noche. Han cogido unos cartones para cubrirse y protegerse del frío que hace.
Están mirando el cauce del pequeño río que tienen a sus pies. Él enciende un cigarrillo y le dice al compañero: “no entiendo esta sociedad. No me gusta cómo funciona, siento que no estoy preparado para pertenecer a ella. No hay solidaridad ninguna. ¿Qué vamos a hacer? ¿De qué manera voy a ganarme la vida, si me he hecho un hombre en la cárcel?”
El compañero no le contesta pues no tiene respuestas que ofrecer a tanta pregunta.
Él continúa hablando: “¿Sabes una cosa? Yo quiero volver a prisión. Allí me siento bien a pesar de todo. Creo que nunca encontraré un lugar apropiado para mí en esta sociedad”.
El compañero ahora le pregunta: ¿piensas volver a delinquir para regresar al talego?
No contesta pues no quiere volver a mancharse las manos de sangre pero no soporta tener que vivir entre sus semejantes a los que no reconoce como tal.
(Esto no es literatura. Es un caso real, con algún pequeño retoque. Basado en las declaraciones hechas por el interesado.)