Paula dejó a su hermano en casa de su novia y continuó viaje hasta la suya. Eran más de las once de la noche cuando introdujo la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Con las cervezas que había bebido apenas si tenía hambre, así que se tomó un vaso de leche caliente y se acostó. Se puso el cojín sobre la almohada para estar más cómoda y se dispuso a leer un rato antes de dormir como hacía todos los días.
Le costó cerciorarse de que el sonido que escuchaban sus oídos era real y no un sueño. Por eso, cuando fue consciente de que era su teléfono el que sonaba, se sobresaltó sobremanera. Sabía perfectamente de dónde procedía la llamada. Cuando descolgó el auricular, intuía que era su madre o su hermano Diego quien llamaba. ¿Quién, si no, podía hacerlo a esas horas?
Era Diego y de un modo lacónico dijo:
– Han llamado del hospital. Papá está grave. Debemos ir para allá.
– No me jodas, Diego. Pero ¿por qué? Si dicen que está grave, seguro que ya se ha muerto.
– No digas estupideces y vístete rápido. Se ha producido un empeoramiento simplemente. Cuando lleguemos, sabremos con exactitud el estado real de papá.
Colgó el teléfono y se puso a buscar la ropa más adecuada para el momento. Apenas si los nervios le dejaban elegir. Dudaba entre ponerse pantalones o falda. Entre color claro u oscuro. Al mismo tiempo que rebuscaba en el armario, se le iban llenando los ojos de lágrimas al pensar que su padre se estaba muriendo si no lo había hecho ya. Era demasiado pronto, se decía, para irse así tan de repente. Por fin decidió que lo mejor era ponerse un pantalón gris y una blusa azul claro, encima de la cual se colocó una chaqueta azul marino que le gustaba mucho a su padre y que siempre le decía que estaba muy guapa con ella. Se duchó lo más rápido que pudo, se vistió y salió disparada hacia el garaje en busca de su coche. Cuando llegó al hospital, ya estaba allí su madre y su hermano Diego. Lo primero que hizo fue preguntar si les habían dicho algo ya. Respondieron que sí, que les habían comentado que el motivo de llamarles era porque efectivamente se encontraba peor, había sufrido una angina, pero que habían logrado estabilizarlo y en estos momentos se encontraba mejor.
Repuestos del sofoco inicial y algo más tranquilos ya, Paula preguntó si Pablo sabía algo. Como le dijeron que no lo habían avisado, volvió a bajar a la cabina del pasillo de entrada al hospital y lo llamó a casa de Laura. Pareció no dar crédito a sus palabras, aunque terminó por aceptar la realidad tal cual era.
– No fastidies, pero si anoche estaba bien… Vale, voy para allá.
– ¿Cómo vas a venir, si ahora no hay metro?
– No creo que a Laura le importe llevarme. Y si no, tomaré un taxi.
-Vale, de acuerdo. Date prisa.
Volvió a la habitación con su madre y con su hermano. Su madre le preguntó:
– ¿Has hablado con Pablo?
– Sí, mamá. Ya está de camino.
Doña Rosario era más bien pequeña, aunque de carácter fuerte. Como todas las mujeres de su generación, no se arredraba ante las dificultades. Había luchado codo con codo con su marido para mantener a sus tres hijos, a los que habían dado estudios, incluso en épocas en las que la librería no vendía ni una resma de papel de carta. Ella solo trabajaba en casa pero en más de una ocasión había tenido que ir a ayudar a su marido, sobre todo en las fiestas de navidad o en el comienzo del curso escolar. Y hasta que pudieron contratar a una persona que se encargaba de limpiar el local, era ella la que todos los domingos se encargaba de adecentarlo.
Se sentía orgullosa de su marido y de ella misma. Le venía a la mente ahora aquellos años en los que no podían vender ciertos libros que estaban censurados, y cómo Germán llegaba a casa tan contento porque había conseguido de París, Londres o de Buenos Aires, a través de algún amigo que había viajado hacia allí, tal o cual libro. Una noche llegó eufórico porque había conseguido varios ejemplares de la “Antología Rota” del poeta León Felipe. No digamos ya si le habían traído algún libro de los catalogados como marxistas. Disfrutaba cuando algún joven melenudo y con barba, vestidos con aquellas trencas de pana tan horribles y con la bolsa de lona donde guardaban sus cosas, colgada del hombro, le pedía con voz apenas audible: “¿tiene “Los conceptos elementales del materialismo histórico” de Marta Harnecker?” O cuando solicitaban “El manifiesto del partido comunista” de Carlos Marx. Tenía a gala saber que su librería era una de las pocas que se atrevía a hacer frente a la censura del régimen vendiendo libros que estaban prohibidos en España. “Sólo con cultura se puede vencer a las dictaduras” – solía decir cuando alguien le preguntaba que por qué se arriesgaba a que le cerraran la librería si un día le pillaban vendiendo esos libros prohibidos.
En estas estaba, cuando apareció su hijo Pablo.
– ¿Cómo has venido, hijo?
– Me ha traído Laura.
– ¿No ha querido entrar?
– Es un poco tímida. Aún no os conoce. Con el tiempo…
– Sí, claro, hijo. No pasa nada. Es natural que no desee aún tener relación con nosotros. Ya llegará el momento. ¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?
– Poco. Unos meses… tres o cuatro… No sé… Pero, qué más da, mamá. A qué viene ahora este interrogatorio.
– Por nada. Por matar el tiempo. Estoy cansada de estar en este hospital sin poder ver a tu padre. No tienen consideración con la gente. Te meten en una habitación y ahí te pudras. No te dicen si la cosa va bien o mal. Tantas horas sin saber nada a mí me crispa los nervios. Diego, vete a ver si te dicen algo. Porque, como vaya yo, la voy a liar; ¡ya me estoy hartando!
– Tranquila, mamá. Iré yo. Tampoco hace tanto tiempo que nos dieron noticias de cómo estaba.
– Llevamos más de tres horas aquí sentados como pasmarotes.
El enfado de la madre iba en aumento. Y el caso es que se daba cuenta de que no tenía razón para ponerse así. Sin embargo, cada vez se encontraba más irritada. Paula viendo el estado en que se hallaba su madre, quiso tranquilizarla.
– Aún no se han cumplido las veinticuatro horas desde que le dio el infarto, mamá. Quizá es por eso por lo que no se atreven a decirnos nada concreto. Piensa que, si aguanta bien las primeras horas, tiene más posibilidades de seguir viviendo.
La madre se la quedó mirando sin emitir palabra pero con cara de no creerse lo que le decía. Algo en su interior le estaba susurrando que no iban bien las cosas. Movía la cabeza de un lado para otro mientras miraba al suelo y dibujaba en su rostro un gesto de preocupación.
Llevaban unos minutos en absoluto silencio, cada uno rumiando sus propios pensamientos, cuando una enfermera apareció en la puerta de la habitación.
– Les llama el doctor Cebrián. Que hagan el favor de pasar a su despacho. Vengan conmigo, por favor.
– ¿Pasa algo, señorita? – preguntó la madre preocupada.
– No le puedo decir, señora. Solo sé que tengo que llevarles al despacho del doctor Cebrián, como les he dicho.
Al llegar, les abrió la puerta y les invitó a entrar. Sentado detrás de la mesa se encontraba un médico, con aspecto de ser muy joven. Les señaló las sillas que había delante de su mesa para que se sentaran – cosa que solo hicieron la madre y Paula, los hermanos prefirieron permanecer de pie.
Sin más preámbulos comenzó a hablar.
– Les he mandado llamar porque es mi deber comunicarles que el enfermo no se encuentra bien. Hemos hecho todo lo que se puede hacer en estos casos pero no hemos obtenido éxito y no hay mejoría. Tememos que en no mucho tiempo se produzca un fatal desenlace.
Paula miró a su madre y vio que estaba a punto de ponerse a llorar, así que se abrazó a ella sin decir una palabra, pues también ella estaba llorando.
En ese momento llamó a la puerta un enfermero y simplemente con la mirada y el movimiento negativo de cabeza le vino a decir que el fatal desenlace ya se había producido. No hizo falta que el médico añadiera nada más. Todos los allí presentes comprendieron el mensaje que el enfermero había transmitido sin emitir palabra alguna.
Pablo fue el primero en salir del despacho del doctor después de dar un puñetazo en la pared y soltar una maldición. Diego observaba a su madre y hermana con la mirada perdida sin saber muy bien qué es lo que debía hacer. Vio que se levantaban de la silla y salían, así que él las acompañó hasta el pasillo. Pablo estaba mirando hacia la calle a través de un gran ventanal, cuando sintió la presencia de su hermano detrás de él. Se volvió y preguntó:
– ¿Os han dicho cuándo se podrá ver a papá?
Diego no respondió, miró alrededor para ver si había alguna enfermera a quien pedir ayuda. Entonces vio al enfermero que les había dado la mala noticia y se dirigió a él.
– Perdone. ¿Cuándo podremos ver a mi padre?
– En cuanto esté todo dispuesto, será llevado a una sala del tanatorio.
– Gracias – respondió. Y dirigiéndose a su madre:
– Madre, ¿qué vamos a hacer ahora?
Ella no estaba para solucionar asuntos de protocolo, así que le encargó a él que dispusiera todo lo necesario para que el funeral fuera sencillo pero digno de su padre. Le previno, eso sí, que deseaba un funeral en el que hubiera un acto religioso.
Aunque sabía que su marido no era partidario de tales actos, y así se lo había manifestado más de una vez, ella consideraba que era preferible no significarse ante los demás. Eso sí, pero sin misa.
Cualquiera de los asistentes al funeral pudo darse cuenta de que la entereza con que la familia se había enfrentado a un hecho tan doloroso como es la muerte de un esposo o padre había sido extraordinaria y fuera de lo común. El funeral fue muy sencillo, como quería Rosario. La iglesia estaba llena. Paula sabía que su padre era conocido en el barrio y que tenía muchos amigos pero aquello sobrepasaba lo que se entiende por una asistencia normal a un evento de este tipo.
El cura, siguiendo las pautas de la familia, dijo unas palabras de alabanza del muerto, rezó un responso y después el monaguillo leyó la lectura más apropiada al momento: la muerte de Lázaro y su resurrección posterior. El acto finalizó con la lectura por parte de Paula del poema de amor que más le gustaba y que estaba explicando en clase el día en que su hermano le avisó de que su padre había sufrido el infarto. Con este poema de Quevedo quiso expresar el amor que esposa e hijos le tenían. Con los primeros versos “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera”, todos los presentes sintieron la emoción crecer dentro de su corazón. A medida que Paula iba recitando el resto del poema, iba también creciendo en ella la emoción y eso le provocaba un temblor de voz que presagiaba la inminencia del llanto. Temió por un momento no poder acabar de leer todo el soneto sin que las lágrimas anegaran sus ojos. Mas se repuso con los versos “nadar sabe mi llama el agua fría y perder el respeto a la ley severa”. Sin embargo, la madre no pudo contener las lágrimas cuando escuchó a Paula recitar los últimos versos del poema: “medulas que han gloriosamente ardido; su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.
El silencio que siguió a las palabras de Paula fue roto cuando todos los asistentes prorrumpieron en un fuerte aplauso como muestra de respeto y de cariño hacia Germán.
En el cementerio no se reunió una gran cantidad de gente. Aunque a Paula le llamó poderosamente la atención la presencia de un grupo de hombres de una edad similar a la de su padre, todos vestidos de oscuro y que en el momento de darle sepultura, se habían acercado uno a uno al borde de la tumba y habían depositado dentro de la misma una rosa roja. Se sintió orgullosa de su padre como tantas veces lo había estado en vida, pues consideraba que había sido un buen padre pero sobre todo una buena persona. “Por eso, se dijo, ha venido tanta gente al funeral”. El que no asistió fue su ex marido. Claro que tampoco le había llamado para decírselo, aunque seguro que se podía haber enterado por la prensa. Su hermano Diego había encargado publicar la esquela en varios periódicos de la ciudad. “No habrá podido o no habrá querido. ¡Qué más da!”
Aquella noche Paula decidió quedarse a dormir en casa de su madre. Pensaba que podría necesitar de sus servicios. En estas ocasiones, dicen los psicólogos, es bueno que las personas directamente implicadas en la pérdida de un ser querido sientan la protección de gente que se desenvuelve a su alrededor. Conviene que no les dejen a solas con sus pensamientos. A la madre le pareció bien, aunque le dijo que con la compañía de Cecilia era suficiente. No obstante, aceptó con gusto sentir la presencia de su hija cerca.
De nuevo en la que había sido su habitación durante tantos años y en la que había sido tan feliz. Claro, que también recordó los días en que la felicidad no era compañera de viaje y también había dormido en su cama, como cuando decidió separarse de Jorge.