DESTINO INCIERTO

DESTINO INCIERTO

Era una tarde luminosa del mes de junio. Mientras esperaba en el fondo del bar, protegido por la penumbra, miraba hacia el exterior. Ella apareció por la puerta enmarcada por la claridad de la calle y, al verla, sintió que algo se movía en su interior. La observó y vio que llevaba un vestido corto, jaspeado en tonos verdes y blancos. Atravesó el local, llegó a su altura, depositó la bolsa sobre una mesa, preguntó por sus padres y subió a las habitaciones interiores. Él se quedó extasiado mirándola: era delgada, de cara fina y de tez blanca, ojos grandes y expresivos, pelo moreno y un poco ensortijado. Era guapa, muy guapa.

El tiempo pasó y  un día creyó que la había perdido para siempre.
La angustia hizo que desanudara el cabo que mantiene la barca de la vida amarrada a tierra y saliera a navegar a corazón abierto y contra los elementos. Siente que no debe seguir buscando refugio donde no lo hay. Cree que la mano que le ofrecen es una mano amiga pero el sinsabor que experimenta al rozar apenas sus dedos es mayor que el placer de sentir su piel junto a la suya.
Llueve y silva el viento; y siente un estremecimiento que le acobarda cuando la mar brama al mismo tiempo que la olas rompen contra las rocas. No está seguro sobre cubierta, los embates son fuertes y no está acostumbrado a soportarlos. Agarra con las manos fuertemente el timón y su mirada escudriña y se posa en el horizonte. Apenas si divisa lo que se esconde tras las nubes negras que lo delimitan. Cree entrever enigmáticas figuras entre la bruma. Y aunque sabe que no es posible que esté allí, el deseo convierte lo imposible en realidad.
Siente frío pues no ha sabido ponerse al abrigo de los elementos, mas lucha denodadamente contra la fuerza del viento y contra el fragor de las olas. Sigue navegando sin rumbo fijo. Su brújula no señala punto cardinal alguno. Mira atrás y ve la costa cada vez más lejana. Y sabe que allí ha dejado la causa de sus males.
Sigue navegando solo. ¡Se siente tan pequeño en medio de la inmensidad del mar! Y se rebela contra el destino y grita y llora.
La lluvia se mezcla con sus lágrimas y el rostro reluce frente al faro de la mala suerte. De su garganta parecen salir sonidos que forman nombres, pero es una palabra que nadie oye y que sin eco se pierde en el horizonte.
Se introduce en la oscuridad que la niebla le brinda y se sobrecoge al sentirse solo.
Pero el destino le tiene guardada una sorpresa.

Muchos años después, una mañana clara de primavera ha vuelto a encontrarse con ella. Paseaba por una calle y oyó susurrar su nombre. Cuando volvió la vista atrás, la vio. Había pasado tanto tiempo que casi no la reconoció. La miró, la besó, le tomó las manos y dentro de sí sintió algo parecido a aquella primera vez en que se quedó prendado de su mirada y de su sonrisa.

 

DOLOR DE MADRE

DOLOR DE MADRE
Es esa hora entre dos luces en que se vislumbra más que se distingue las figuras entre la bruma del atardecer. Ella viene de la tienda. Ha ido a comprar algo para cenar. Anduvo rebuscando en la cartera y solo encontró algunas monedas con las que apenas si ha podido proveerse de un poco de jamón de york y una manzana. Piensa que es más que suficiente para cenar. La tienda está situada en la plaza del pueblo. Al salir, mientras esquivaba a algunos niños que jugaban al balón, ha visto a su hijo Andrés. Estaba tumbado en un banco. Él no se ha dado cuenta de su presencia. Y ¡menos mal! – se dijo ella, al mismo tiempo que agachaba la cabeza y aligeraba el paso con la intención de que no la viera. Le temía como se teme a todo lo que no se puede hacer frente. No deseaba que allí en medio de la plaza todo el mundo les viera discutir o, lo que es peor, que presenciaran las amenazas y los gestos de hostigamiento que con tanta frecuencia había tenido que soportar dentro de la casa. Y aunque le había mirado simplemente unos segundos, había podido darse cuenta de que su estado era lamentable. Mal vestido, sucio, despeinado… Con ropa de poco abrigo y el frío de la noche comenzaba ya a sentirse. Y lo más probable es que no tuviera dinero ni para un triste bocadillo. Porque si había logrado que alguien le diera alguna moneda o había sido lo suficientemente ratero como para robarle a alguien unos pocos billetes, se los habría gastado en la dosis diaria de heroína que necesitaba.
Llegó a casa con una carga de tristeza mayor que la que ya soportaba. Hacía unos quince días que no lo veía, justo desde la noche en que no le quedó más remedio que acudir en auxilio de la guardia civil. Había llegado a casa muy nervioso y excitado y le había pedido dinero. Como le dijo que no tenía y que, a partir de ese momento, aunque tuviera, no le iba a dar nunca más un solo euro para conseguir droga, comenzó a dar golpes a las paredes, a dar patadas a los enseres de la casa, a gritar y a blasfemar… Y no contento con eso, se dirigió hacia ella insultándola y amenazándola con golpearla. Como no iba a ser la primera vez que ello sucediera, y como no tenía ganas de volver al hospital con un brazo fracturado y llena de moretones, como le había pasado en ocasiones precedentes, salió corriendo de casa y acudió al cuartel de la guardia civil donde presentó una denuncia por malos tratos. En otras ocasiones no lo había hecho o se había arrepentido y había retirado de inmediato la denuncia, después de haberla presentado. Y es que no deseaba que fuera llevado ante el juez por miedo a que le metiera en la cárcel.
Al verla allí, el guardia de turno no se extrañó. Es más, mientras firmaba la denuncia, le decía: “acuérdese de que ya la avisé de que esto iba a suceder más pronto que tarde. La droga es muy poderosa, no respeta ni al “sursum corda”.
La guardia civil salió en su busca y, una vez que lo detuvieron, lo que no fue difícil pues después de tantas veces como lo habían hecho, sabían dónde encontrarlo, lo llevaron ante el juez. Este, a la vista de los hechos, y dado que era reincidente, extendió una orden de alejamiento de la madre, prohibiéndole ir a casa o acudir en demanda de ayuda, salvo que fuera con la intención de ingresar en una institución donde poder desengancharse de la droga. A la madre la exhortó a que cumpliera con la orden y no le entregara a escondidas ningún tipo de ayuda. Era la única manera de que, viéndose solo y un tanto desvalido, reaccionara y dejara que le ayudaran.
Desde ese día ella no descansaba de solo pensar en qué situación se encontraría su hijo. A la hora de comer, se preguntaba si tendría algo que llevarse a la boca. Por la noche, al acostarse, con el frío que hacía, se decía que era inhumano lo que estaba haciendo y ganas le daban de salir a la calle en su busca y de traerlo a casa y arroparlo como hacía cuando era un niño. “Porque Andrés fue un niño bueno, se decía. Cariñoso, buen estudiante, hasta que se echó de amigo a aquel muchacho, mayor que él, que le fue embaucando poco a poco hasta que le introdujo en el mundo de la droga”.
Pero sabía, porque así se lo había dicho la Educadora Social, que, aunque le doliera horrores verlo por la calle como un pordiosero, debía mantenerse firme y no ceder por pena o por cariño. Era verdad que le dolía verlo sufrir. Pero también era consciente de que no podía soportar por más tiempo las vejaciones a que la sometía con harta frecuencia.
Mientras comía la loncha de jamón de york y la manzana, resbalaban suavemente por sus mejillas lágrimas de impotencia, de amor y desconsuelo.