MAMÁ, ADÓNDE VA ESE TREN

MAMÁ, ¿ADÓNDE VA ESE TREN?

Acababa de irse don Emiliano, el médico, y le había dicho que debía seguir guardando reposo. La fiebre aparecía cada tarde como uno de esos visitantes que, aunque esperados, siempre resultan sorpresivos e inquietantes.

Eran ya muchos los días que llevaba tendida en su cama, mirando al techo y esperando que ocurriera algo que la distrajera y la sacara de la monotonía en que vivía.

Pero no por eso se sentía más desgraciada que los demás niños que jugaban cada día en la calle mientras ella guardaba reposo. Era duro estar en la cama día tras día, sin embargo, había algo que mitigaba esa pena y le ayudaba a soportar mejor el aburrimiento que le reportaba esta situación. 

Y todo porque cada mañana disfrutaba de la presencia de un artilugio que la tenía subyugada y hasta hechizada. Y este no era otro que el tren. En cuanto escuchaba el silbido de la máquina, se ponía de pie aunque le costara un gran esfuerzo (con demasiada frecuencia le faltaban las fuerzas) y apretaba la nariz contra el cristal de la ventana de su habitación para así contemplar mejor aquel gigante de hierro y ver a la gente que bajaba o subía a él. Ella no salía de casa pero en su mente y con su imaginación se introducía dentro de aquellos vagones, que no había visto nunca pero que pronto esperaba hacerlo, y viajaba a lugares tan lejanos y remotos que los niños del pueblo no podían ni imaginar. Es verdad que la enfermedad la tenía postrada en cama desde hacía ya varios meses. Y aunque tomaba todos los días el jarabe (que sabía a rayos) que le había prescrito don Emiliano, no mejoraba. El médico la animaba: “pronto vas a salir de casa”. “Y voy a viajar en el tren a ver a mi padre”, le respondía. “Sí, hija, sí”- añadía la madre. “Las dos nos vamos a ir juntas a buscar a papá”. Y miraba con sonrisa triste a don Emiliano, pues los dos sabían que era casi imposible que aquello sucediera.

Aquella mañana se despertó pronto para poder contemplar el tren. A ella no le quedaba otra cosa que desear que su estado de salud le permitiera experimentar que era cierto que cuando subías a uno sentías una gran  sensación de paz y bienestar. Había oído decir a los viajeros que pasaban ante su ventana que venían cansados, pero dichosos y alegres de haber realizado tal o cual viaje. Y por eso se había prometido que, en cuanto se curara del todo, lo primero que haría sería tomar aquel tren y viajar lejos, muy lejos. No pensaba elegir un lugar concreto. Subiría y se dejaría llevar por él hasta que no tuviera más remedio que apearse. Esperaba que la llevara a algún país maravilloso, incluso que no parase nunca. Le parecía que debía de ser muy bello viajar continuamente sin detenerse nunca; solo viajar, viajar…

Miraba por la ventana a través de los cristales, empañados por el vaho de la mañana, cómo descendían y subían los viajeros al tren. De vez en cuando frotaba con la manga de su jersey, ya descolorido por el uso, la transparente superficie, por momentos opaca, para mejorar la visión. ¡Cómo disfrutaba viéndolos ir y venir con sus maletas, bolsas, aperos, canastos y demás! ¡Qué envidia sentía cuando veía a algún niño, acompañado de sus padres, dispuesto a subir al tren! 

Aunque ella se sentía una privilegiada, pues su casa estaba situada al lado de la estación de ferrocarril y podía sentir la magnitud y grandiosidad de la gigantesca oruga que formaban la máquina y todos sus vagones. Presenciar el mismo ritual cada mañana y cada atardecer la resarcía de todos los sinsabores que la vida le había proporcionado. Esos momentos eran los más importantes del día. Los que justificaban todo el sacrificio que le suponía permanecer en casa guardando el reposo que el médico, o sea, don Emiliano, le había recomendado. 

No podía viajar pero su mente no paraba de recorrer lugares exóticos que ella se había creado con la ayuda de retazos de historias que había ido acumulando y que le habían contado aquellas personas anónimas y que, sin ellos saberlo, le transmitían a través de la ventana de su habitación; y que, a pesar de que su madre la reñía por ello, mantenía abierta – incluso en invierno – para así mejor escuchar las vivencias de aquellas gentes.

            Cuando sentía el ronroneo de la  máquina de vapor y el traqueteo de las ruedas sobre los raíles, se levantaba de la cama de inmediato y se dirigía a su ventana a mirar. Se le transfiguraba la cara cuando el vapor de agua envolvía y ocultaba el tren de su vista  La sonrisa le dulcificaba el rostro de por sí alegre y jovial cuando se abría la primera puerta y veía descender al revisor y pasar ante su ventana camino del despacho del  jefe de estación.  Incluso a veces daba palmadas al ver descender a los viajeros. Si la puerta quedaba frente a su ventana, se afanaba por ver el interior del vagón y miraba con sumo interés y esfuerzo, doblando y moviendo la cabeza de un lado para otro. Una de las cosas  que más le intrigaba era saber cómo serían los asientos. Le habían contado que eran muy distintos según el precio del billete. Los había de primera, de segunda y de tercera clase. Quizás por eso las personas que descendía del tren vestían de forma distinta. Algunos de traje con corbata y chaleco y con maletas de viaje; otros de manera más sencilla y con canastos, hatillos y bultos de  todas las formas imaginables. Un día pudo ver el interior de un vagón de tercera. Los asientos eran largos y espaciosos. Así entraban más personas, bastaba con apretarse un poco. Bastante incómodos, pues eran de listones de madera, con lo que quedaba un espacio vacío entre ellos y, si el viaje era largo, cansaba mucho, pero a las personas que los usaban no les parecían tan malos, estaban acostumbrados y por lo demás así estaba establecido. Los asientos más baratos tenían que ser de peor calidad que los más caros.                         

¡Qué gusto, pensaba, sentarte, cerrar los ojos, y dejarte llevar! Se veía ya en su asiento mirando a un lado y a otro, preguntando: ¿adónde va usted? ¿A la ciudad? Yo voy a buscar a mi papá, que me está esperando en un país muy lejano y que no puedo decirle cómo se llama, (y bajaba el tono de voz) porque es un secreto y no quiero que se entere nadie. Mi madre se enfadaría, me ha dicho que no hable con extraños. Y volvía a cerrar los ojos…. El silencio de la estación se los hizo abrir y volver a la realidad, para contemplar con sorpresa y pena que el tren había partido. Ese era el momento temido de cada mañana, pues ya no tenía nada que hacer hasta que volviera; estaba el resto del día pendiente del reloj deseando que llegaran las cinco de la tarde que era la hora de su regreso.

Aquella tarde no pudo situarse frente a su ventana ya que la fiebre le había subido mucho y la tenía en la cama adormecida y ni cuenta se dio de que los viajeros pasaban junto a su ventana en busca de los familiares que habían ido a esperarles. Ella en ese momento surcaba mares inmensos y disfrutaba de parajes bellísimos producto de su mente enfebrecida. Soñaba que se había curado y había cumplido ya la mayoría de edad. Era alta y guapa y los hombres se sentían atraídos por ella. Se encontraba en una calle de un  pueblo muy blanco, paseaba sin rumbo fijo y se sentía henchida de felicidad. Al pasar por delante de la puerta de un pequeño bar, se dio cuenta de que los jóvenes apostados a la entrada la miraban mientras reían sus comentarios. Bajó por la calle sin hacerles caso pero con un íntimo orgullo de ser centro de atención de aquellos hombres. La suave brisa removía y enmarañaba su pelo que le cubría el rostro y no la dejaba apenas ver. De pronto sintió que una mano le retiraba con delicadeza y cariño el cabello de la cara, al mismo tiempo que una voz cercana la sacaba del ensimismamiento en que se había sumido. Era la voz suave y susurrante de su madre que la llamaba: era la hora de tomar el jarabe. “¿Ha llegado ya el tren?” “Sí”, respondió la madre. “Hace un rato que se marchó”. “Mamá, quiero montar un día en ese tren y salir de este pueblo y de esta casa. ¿Por qué otros niños pueden hacerlo y yo no?” “Tienes que curarte, hija. Mientras estés enferma no puedes viajar”. “Pero, ¿por qué, mamá?” 

 A la madre se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que su hija le pedía subir al tren. Era tanta la ilusión que veía reflejarse en sus ojos cada mañana cuando llegaba, que se había propuesto que, en cuanto se sintiera mejor, la llevaría de viaje a la ciudad. La compraría el vestido más bonito de la tienda, la peinaría unas trenzas en forma de tirabuzón, le anudaría unos lazos azules y con unos bonitos zapatos de charol, sería la niña más guapa del pueblo. 

Se quedó un momento pensativa, pues sabía que era un sueño imposible y rompió a llorar. Nunca podría darle todo lo que ella se merecía. Si le faltaba el dinero para comer, ¡cómo le iba a comprar ropa nueva! Si hasta el jarabe se lo tenía que proporcionar el médico. ¿Qué sería de ellas dos si su marido no volvía pronto? Pero no podía regresar mientras las cosas siguieran igual. Había oído decir que a los que habían luchado en el bando de la República les encarcelaban. Sabía, por un vecino, que estaba escondido en las montañas, cerca del pueblo, pero que no se atrevía a bajar porque la guardia civil tenía los caminos muy vigilados, aunque tenía unas enormes ganas de volver a verlas.

 Aquella situación la llenaba de zozobra y desesperación pero tenía que mostrarse ante su hija fuerte y valiente. Por eso siempre le decía que algún día juntas recorrerían todos esos países que ella en sueños ya había visitado. Y que las acompañaría su padre que ya estaba a punto de regresar. 

Don Emiliano le había regalado un atlas meses atrás para que fuera viendo los lugares que luego visitarían y la niña no hacía más que hojear mapa tras mapa y soñar con aquel país que no existía más que en su mente pero que ella embellecía más cada vez. Era tan grande su ilusión que a su madre le daba hasta miedo. 

Al día siguiente se levantó mejor. Había descansado bien y la fiebre le había disminuido. Estaba alegre y feliz. Desayunó con apetito y se fue derecha a la ventana a contemplar los raíles vacíos esperando y deseando que pronto se vieran acariciados por las ruedas del tren. Aún se quedó un rato adormecida antes de que el sonido de la máquina la despertara. Con el ruido opaco del freno y del vapor al salir expulsado hacia  el suelo del andén fue despejándose y abriendo los ojos como si tratara de fotografiar y retener en su pupila las escenas que pensaba presenciar protegida tras los cristales de su ventana. 

Comenzó a mirar antes de que se abrieran las puertas y descendieran los viajeros de sus respectivos vagones. Siempre se fijaba primero en los que bajan de los de tercera clase. Eran más divertidos que los viajeros bien vestidos que descendían de los de primera. Estos llevaban todos más o menos los mismos trajes en colores oscuros, y las mismas maletas con  refuerzos metálicos en las cuatro esquinas y en color marrón. Además casi no hablaban, eran muy serios, descendían como enfadados. Las mujeres se agarraban del brazo de sus maridos y con la mirada al frente, lo que denotaba cierta altivez, comenzaban a caminar. No les venía nadie a recibir, salvo algún criado; en cambio a los pobres, que eran más ruidosos y alegres, siempre había alguien que les saludaba con los brazos abiertos y con grandes muestras de alegría. Como traían tanto bulto tenían que repartírselos entre todos, fueran hijos, amigos o parientes. Hasta que no acababan de abrazarse y besarse efusivamente, no emprendían el camino a casa. Iban peor vestidos que los ricos: con pantalones de pana y boina, los hombres, y con vestidos negros la mayoría de las mujeres, pero más llenos de vida.  

Primero el tren reemprendió la marcha y después poco a poco fueron desapareciendo los viajeros de su vista. Se sintió cansada y decidió echar un sueñecito hasta la hora de la comida.

Se dirigió a la cocina a ver a su madre pero no la encontró. Dio una vuelta por la casa y constató que estaba sola. Supuso que su madre había ido a la tienda a comprar algo. Entonces se le ocurrió que había llegado el momento de hacer realidad la locura que siempre había anidado en su mente. El tren estaba a punto de llegar, si se daba un poco de prisa podría montar en él y partir a tierras lejanas. Se puso su mejor vestido, se peinó, cogió el atlas que le había regalado el médico y subió al tren.

Posar el pie en el primer escalón fue para ella una inyección de alegría indescriptible. Cuando traspasó la puerta de entrada, se sintió fuera de sí, como transportada a otra dimensión. Miró a derecha e izquierda, dubitativa, no sabía qué lado elegir. Al final se inclinó por sentarse en el lado izquierdo, en el mismo asiento en el que iba un señor mayor que le transmitió serenidad y una gran seguridad y que pensaba que le podía hacer compañía. 

Saludó al anciano y se sentó al lado de la ventanilla, pues quería contemplar el paisaje, no deseaba perder ni un detalle de todo lo que pudieran vislumbrar sus ojos. Con el atlas en el regazo, miraba con media sonrisa al señor que ya se había dado cuenta de su presencia y que también la sonreía. Como le resultaba extraño que viajara sola, le preguntó, “¿por qué viajas sola?” y ella le contestó que iba en busca de su padre que no podía venir a verla porque estaba con una misión muy importante en un país extranjero y que por eso no le podía contar nada porque era un secreto y su madre no había podido acompañarla porque los señores que mandaban querían que fuera solo ella. “Ah”, respondió el señor, con cara más de interés que de sorpresa, no por lo que le decía la niña sino por cómo se lo narraba. “Y aquí llevo el mapa adonde voy porque no quiero perderme”. Y abrió éste por la primera página que el azar determinó y señaló un punto  que representaba un país del que no sabía ni su nombre, pero que para ella, todo lo que no fuera su casa y su ventana, que era el mundo en el que vivía recluida, tenía que ser a la fuerza maravilloso. “Debe de ser un país muy bonito ése adonde vas y donde te espera tu padre”. “Sí, es pre-cio-so”, silabeó con gran satisfacción. “Tiene unos ríos muy grandes y unas praderas verdes por donde corren los animales salvajes. Los bosques son enormes; y viven en ellos fantasmas buenos que a mí me protegerán porque yo soy buena y porque está mi padre allí y los conoce”. El señor rió de buena gana y ella se sintió importante por primera vez en su vida. No se había dado cuenta pero el tren ya se deslizaba con suavidad sobre los raíles. A partir de ese momento, sólo tuvo ojos para observar el paisaje que iban dejando atrás. Todo le parecía extraordinario. Se fue quedando prendada de las nubes que la máquina formaba con el humo del vapor y que le tapaban momentáneamente el paisaje pero que se escapaban con el viento. Le hubiera gustado en ese momento  poder fundirse con el paisaje  y disfrutar de todo aquello que tanto encanto tenía para ella. Se fue acurrucando en el asiento mientras miraba embelesada las nubes del cielo; sentía que el ronroneo del tren la iba adormeciendo. Pronto se quedó prendida de una de aquellas nubes de algodón y el anciano la tapó con su chaqueta para que no cogiera frío.

La madre recibió la noticia del apresamiento de su marido. El maestro del pueblo le dijo que iban a transportarlo a la prisión provincial en el próximo tren. Había habido una emboscada la noche anterior y lo habían detenido. Ahora se encontraba en el calabozo  pero que no intentara verlo porque sería peor.

La noticia la dejó confusa y con el corazón lleno de una tristeza y soledad enormes. Siempre había pensado que algún día volvería a casa y que podrían ser felices los tres. Ahora sólo el destino sabía  lo que iba a suceder. Miraba a su hija que dormía plácidamente. “Al menos me queda la niña”, pensó.

Fue a despertar a Lisa pues era la hora del jarabe, pero ésta no le respondió. Había emprendido el último viaje en su amado tren.

F I  N