AL REMANSO DE LAS NUBES

AL REMANSO DE LAS NUBES

Un día más el despertador sonó a las seis de la mañana. Y, como de costumbre, don Luis se levantó con precisión matemática, dispuesto a dar el paseo matinal. Era la única salida que hacía en todo el día, pero, a su edad, era suficiente para mantenerse ágil. Además, le gustaba hacerlo a horas en que todavía la gente del pueblo no había despertado, salvo aquellos labradores (normalmente criados) que tenían que madrugar por obligación. Le agradaba encontrarse con ellos, ya que le saludaban con merecido reconocimiento. Y eso, a don Luis, le halagaba.

Se puso los pantalones de pana negra y, en camiseta de felpa, (estaba tan acostumbrado a ella que ni en verano se la quitaba) fue a lavarse. La palangana estaba donde siempre. Sabía de memoria los pasos que tenía que dar. ¡Después de haberlo hecho tantas veces! La mano encontraba el jabón con extraordinaria pericia; y, aunque no se veía, se secaba la cara delante del espejo que sabía que estaba enfrente de él. «Tendré que adquirir nuevos hábitos cuando metan el agua». Había oído decir que pronto en todo el pueblo las casas tendrían agua corriente. A él le daba igual, pero…¡Todo fuera por el progreso! Se volvió, dio dos pasos (los mismos de siempre) y se situó frente a la silla en que tenía la ropa: buscó el respaldo y recogió la camisa. Se la abrochó. Volvió a estirar la mano y se puso el chaleco. Repitió la operación y acompañó el pantalón con una chaqueta del mismo color. Se caló la boina, asió la cachava y salió de la habitación.

Nunca desayunaba antes del paseo. Necesitaba, más que el alimento, sentir el aire fresco en el rostro, oler el perfume de la mañana veraniega y oír el canto del gallo cuando pasaba al lado de algún corral. Recorrió los ocho pasos que medía el pasillo que desembocaba en la puerta de la calle, abrió ésta y salió. Cerró tras de sí y se paró un instante. Siempre lo hacía; y no para decidir el lugar adonde debía dirigirse, ya que siempre hacía el mismo recorrido desde mucho tiempo atrás, exactamente veinte años, los mismos que llevaba ciego; era una costumbre, un ritual, mejor. Porque para don Luis su paseo era eso, un rito con el que debía comenzar el día, como para otros lo era el santiguarse.

Giró hacia la derecha y comenzó a andar. Conocía bien el camino. Además, la cachava le guiaba y le salvaba de los obstáculos. Por esta acera pasaba delante de la casa de don Hipólito, el médico, con el que a veces se encontraba y se saludaban afectuosamente; con la señora Fuencisla, la estanquera, nunca se saludaba. Venía de largo: habían sido novios cuando ya no eran unos niños y habían salido mal. En el pueblo se comentaba que él, ciego, y ella, sorda,… ¡no era plan! Pero las razones eran otras. Aunque…¡qué más daba! Después de cincuenta y dos pasos, sabía que se encontraba al lado de la casa de Dimas, uno de los labradores más ricos del pueblo. Como el trozo de acera que la delimitaba la tenía embaldosada, la cachava producía un sonido peculiar y ése era el aviso para torcer a la izquierda y cambiar de acera. A partir de aquí recorría una pequeña callejuela que desembocaba en la plaza del pueblo. Pero esta mañana no iba a llegar a ella. Nadie le había dicho nada; tampoco había nadie en ese momento para avisarle del peligro y la absoluta confianza que tenía en sí mismo hizo que cayera dentro de una profunda zanja que habían abierto para meter el agua.

Sintió que el cuerpo se le quedaba un instante prendido del deseo de saltar hacia arriba y elevó instintivamente los brazos al cielo, pero no le sirvió de nada, pues dio con su maltrecho y sorprendido cuerpo en el pedregoso suelo. La rabia y la impotencia le hicieron mascullar una blasfemia. Palpó las paredes, después de incorporarse un poco, y se dio cuenta de que eran más altas de lo que creía. Apoyando la mano izquierda en el suelo y haciendo palanca con la cachava, que llevaba en la otra, se incorporó del todo y levantó el brazo para percibir la verdadera altura de las paredes del cajón en que estaba atrapado. No llegaba al final: aún quedaba otro trozo de pared de aquella miserable caja, premonitoria de otra más profunda y larga. Si hubiese podido llorar, lo hubiese hecho; no de pena, «que no se debe llorar por algo que ya no vale un real, sino de asco. De eso sí se puede y debe llorar…» ¡Horror de vivir!

Alzó la cachava y comprendió que, si quería salir de allí, tendría que superar una altura de casi dos metros. Dejó su espalda resbalar por la pared y se sentó con las manos cosidas al bastón y la frente apoyada en ellas. Por un momento, la mente se le quedó en blanco y el corazón dejó de sentirlo por lo que se abandonó unos instantes que le parecieron eternos.

Pensó en quedarse como estaba hasta que alguien que pasara por allí lo pudiera ayudar; pero, quizás, tendría que esperar varias horas y no podría soportarlo. Ponerse a gritar… «¡Y quién me va a oír si todo el mundo está en la cama!»

No se había dado cuenta antes de que estaba herido, porque era ahora cuando le empezaba a doler una pierna. Se palpó a ver si tenía algún rasguño y la mano se le empapó: comprendió de qué se trataba. Se alzó los pantalones y se examinó con mayor detenimiento: no era importante la herida; una brecha de no mucha profundidad. Tomó una decisión: «tengo que salir de aquí cuanto antes». Respiró hondo y se levantó, no sin gran esfuerzo. Volvió a medir la distancia para asegurarse de que no se había equivocado… Y, en efecto, así era. Difícilmente saldría de allí por sí mismo.

Apoyado en la pared, trató de idear la manera de escapar. No se resignaba a quedarse hasta que alguien lo sacara. Tenía que lograrlo él por sus propios medios, como siempre había sido. Si a lo largo de veinte años no había necesitado de nadie para valerse, a pesar de la ceguera, ¿por qué iba a necesitarlo ahora? ¿Por este estúpido accidente?

Le vino a la mente aquel otro que le privó de la vista. ¡Qué necesidad tenía él de montar en aquel coche! «Don Luis – le había dicho Javier – (aquel muchacho que se portaba tan bien con él) tiene que venir conmigo un día a la ciudad, a probar el coche que me he comprado. A ver si así cambia de aires, que se está apolillando en este pueblo». «Sí, hijo, sí – le había contestado con el mismo cariño con que era tratado por el joven -. Para que nos quedemos tirados en el camino». «¡Qué cosas tiene, don Luis! Que hoy en día los coches no están hechos para que duren dos meses, que pueden llegar a recorrer cien mil kilómetros sin que se paren una sola vez».

Aquel no volvió a ponerse en marcha. ¡Ni para chatarra valía ya! A la vuelta de la ciudad chocaron con otro que venía en dirección contraria. Sintió mil golpes en el rostro… y vio por última vez. Aún recuerda con nitidez la imagen estrellada de las luces de los faros del automóvil. A su joven amigo lo sintió gemir a su lado, pero nunca más lo volvió a ver. Cuando salió del hospital, se enteró de lo que verdaderamente había sucedido: Javier reposaba ya bajo tierra. ¡Maldito progreso!

Instintivamente dio un salto impropio de su edad y llegó a tocar el suelo de la calle. La alegría que invadió su alma fue tan maravillosa como la sensación que se experimenta cuando un deseo imposible lo vemos hecho realidad. Comprendió que, si se esforzaba, lo podría lograr. Quizás ayudándose con la cachava… Todo consistía en utilizar la garrota como garfio (lo que le alargaría el brazo), pegar un salto y aferrarse con la otra mano a la pared con tal fuerza que le permitiera, mediante un gran impulso, sacar parte del cuerpo. Se puso manos a la obra: clavó la cachava en la parte superior de la pared, pero, cuando quiso dar el impulso, le fallaron las fuerzas. Lo intentó otra vez, mas fue inútil. Bajó la mano y la cachava se le quedó colgada. «¿Y si la sujeto bien y me aferro a ella con ambas manos e intento escalar la pared?»

Se agarró fuertemente, hizo palanca para comprobar que la cachava estaba sujeta y, al constatar que era así, se dispuso a trepar como un gato, para así poder respirar el aire puro de la mañana a ras de suelo por lo menos. Elevó un pie, pero, al apoyar el otro, resbaló por culpa de la humedad que rezumaba la pared.

¡Qué desesperación y qué rabia! Maldijo mil veces la absurda costumbre que tenía de salir de casa por la mañana y se maldijo a sí mismo y a la naturaleza que le hacía pasar por aquel trance. Se sentó de nuevo; necesitaba idear otra forma de salir de aquella ratonera.

De pronto, oyó pasos en la calle. No podía saber quién era. Por el andar pensaba en Tiburcio. Sintió que se paraba. «¡Tiburcio!» – gritó -, pero no recibió ninguna respuesta. Volvió a gritar: «¡aquí, sáquenme de aquí!» Mas tampoco le contestó nadie. Y era lógico, pues, aunque a don Luis le había parecido que Tiburcio se detenía, lo que realmente había sucedido era que éste entraba en casa de Dimas, de ahí que no oyera los gritos de don Luis. Pero, como él no sabía esto, seguía atento esperando oír de nuevo los pasos. Cuando se convenció de que no sería así, se sentó de nuevo…

Tenía que intentarlo otra vez. ¡Lo lograría! ¡Seguro que sí! Todo era cuestión de no desanimarse. Buscaría un trozo de tierra que no tuviera humedad y…¡ Sí, ya está! – casi gritó-. Socavaría unos pequeños escalones en la pared y, apoyándose en ellos, saldría al exterior. Se agachó y, a gatas, como un niño pequeño, se puso a recorrer el cauce de la zanja. Necesitaba un guijarro con el que poder culminar la que pensaba sería su mayor hazaña: salir de allí. No tuvo mucho que buscar para encontrarlo. Lo asió con cariño y palpó la pared para cerciorarse de que estaba seca y, cuando seleccionó el trozo que le pareció más idóneo, comenzó a golpear. «Siempre en el mismo sitio, si no, no sirve de nada»- se decía. Puso el índice de la mano izquierda señalando un punto imaginario, para que le sirviera de referencia, y, con cuidado de no golpearse, empezó: ¡zas! ¡zas! ¡zas!… Comprobó con la palma de la mano que ya estaba abriendo hueco y se llenó de alegría. Redobló esfuerzos y, poco tiempo después, tenía los dos agujeros hechos. Subió un pie para probar y… ¡Estaba excesivamente alto, no le servía! El desaliento casi le hace caer de espaldas. Con el pañuelo que recogió del bolsillo de la chaqueta se secó el sudor frío que le manaba a borbotones. Tenía que volver a empezar… Sólo el hecho de pensarlo le producía unas enormes ganas de evadirse de la realidad, de arrebujarse hecho un ovillo y quedarse allí para siempre. ¡Se sentía tan desgraciado!

De pronto, se dio cuenta de que sólo había inspeccionado uno de los agujeros. Con gran rapidez, llevó la mano al otro y, a continuación, introdujo el pie: ¡qué alegría! Estaba a la distancia ideal. Bajaría el otro un poco y quedarían los dos en la situación que precisaba para desempeñar el papel de escalador que le tocaba vivir en ese instante. ¡A sus años! 

Recogió el guijarro del suelo y reanudó la tarea. Se le hacía más pesada que antes, pero seguía golpeando, sin preguntarse de dónde le nacían las fuerzas. Examinó el trabajo que llevaba realizado y constató que los golpe s no iban bien centrados. Una ira poderosa le invadió por completo. Mas los golpes que daba con rabia le sirvieron para desahogarse. Ahora sí que avanzaba; lo experimentaba al introducir, casi por completo, la piedra dentro del escalón. Un poco más… y estaría terminado.

Y así fue: todo estaba ya a punto para el gran momento. Clavó la cachava en lo alto, subió un pie y, cuando se disponía a colocar el otro, oyó que le llamaban: «Don Luis, pero… ¿qué le ha pasado, hombre?» Eran Tiburcio y Dimas que salían de la casa de éste. Habían visto la parte superior de la cachava en el suelo, al lado de la zanja, y les había llamado la atención tanto, que se acercaron a comprobar qué sucedía. «Ya veis, hijos. Que me he caído aquí dentro». «Pero, hombre. ¿No sabía que habían abierto ayer la zanja para meter el agua?»- le riñó, cariñoso, Dimas. «Pues ya ves que no; de lo contrario no estaría aquí; que maldita la gracia que me hace». «Bueno, no se preocupe que en seguida lo sacamos. Alce los brazos, que nosotros lo sujetamos uno por cada lado y ya está».

Y, en efecto, así lo hicieron. Un pequeño esfuerzo y don Luis en la calle de nuevo. «¡Gracias!», dijo al pisar tierra firme otra vez. «Y ahora, ¿a casa o a seguir paseando?» – le preguntó Tiburcio -. «A casa, a casa… Ya he paseado bastante». «¿Le acompañamos?» «No, no hace falta. Ya sé que por las aceras aún no han abierto ninguna zanja».

Se dirigió con paso firme y huidizo a su casa. No sentía nada. Había pensado, durante el tiempo que permaneció encerrado, que se alegraría sobremanera al verse a salvo. Y, ahora, que ya lo había conseguido, sólo un inmenso vacío anegaba su alma. ¡Qué ganas de volar! Sí, unas inmensas ganas de marcharse, de olvidarse de que había existido nunca, de que jamás había sido niño y apuesto joven. Que tuvo novia y que estuvo a punto de casarse varias veces, pero siempre al final surgía algún problema y… lo del refrán: «compuesto y sin novia». Y los amigos… ¿Dónde estaban los amigos que le habían acompañado en tanta francachela, en tanta juerga nocturna? ¿Dónde los amigos con los que había compartido tantos sinsabores y desgracias, con los que se había sentido tan unido? ¡Ya no quedaba ninguno! Todos se habían ido por la negra vereda y aún no habían regresado. Antonio, Juan, Doroteo… sobre todo Doro, como le llamaban los amigos. Desde niños juntos: primero en la escuela y después socios en el cultivo de las tierras. Hasta el último momento lo acompañó: ni un sólo día faltó a verle durante su larga enfermedad. Y, ahora…

Palpó la hendidura de la cerradura, introdujo la llave y entró. Fue a la habitación, cogió la silla que utilizaba de vestidor y se dirigió a la cuadra en la que ya no había caballerías como en otros tiempos en que la llenaban de calor y compañía. Buscó una soga de las que sabía que tenía que haber por allí; y en un rincón la encontró tirada. La recogió, la acarició (más que midió) con las manos y, después de adivinar el lugar en que se encontraba una gruesa y recia viga, se subió a la silla y tiró al aire la maroma varias veces hasta que logró cabalgarla. La estiró hasta dejar los dos cabos a la misma altura, se la anudó al cuello con manos firmes e inseguras y… ¡voló por los aires!