¿Qué es el amor?
No fue Cupido con sus flechas amorosas sino el verla pasar cada mañana por delante de su puerta lo que le hizo enamorarse de ella. La veía subir la cuesta con un caminar alegre, mirando a derecha e izquierda con su pelo negro y sedoso esparcido por el viento. Al llegar a su altura, le miraba y le sonreía. Le saludaba con un “buenos días, Juan”. Él al principio contestaba de manera casi mecánica: “buenos días” . Era una joven simpática y educada, nada más.
Pero una mañana que iba vestida con un abrigo azul marino, ya que el frío era intenso, el pelo recogido por dentro de las solapas, con la mano izquierda en el bolsillo, levantó la derecha enguantada hacia el horizonte y le saludó con especial esmero o eso le pareció a él, que hasta es posible que interpretara mal la mirada de la joven. El caso es que esa mañana fue cuando notó que el ritmo del corazón se le aceleraba demasiado y fue consciente de que se había enamorado.
A partir de ese día y en los sucesivos, su ánimo se alteró de tal modo que no podía hacer nada pues en su mente solo había cabida para un pensamiento: ¡ella! Y sabía que no podía aspirar a nada pues conocía a sus padres y a ella misma desde que levantaba menos que los juncos que crecían en el arroyo que bordeaba su casa. Y tampoco podía confesarle a nadie el motivo de su desazón. Ni siquiera la insinuación sería aceptada. Debía soportar la angustia solo. Pero cómo explicar que cuando el amor llega, se aposenta en el corazón y se agarra a sus paredes de tal manera que ya nunca se va. Maldecía la hora en que el amor había llamado a su puerta. ¿Qué necesidad tenía de amar a su edad?
Su sonrisa, su mirada tierna, sus pechos insinuantes, y el paso del tiempo habían hecho que se convirtiera en una diosa de la belleza. Era consciente de que no iba a poder soportar mucho tiempo la angustia que suponía que no pudiera hablar con ella, decirle cuánto la quería, pasear de su mano por el campo, reír cuando ella lo hiciera, contemplarla cuando dormitara a su lado…
Aquella mañana decidió abandonar su casa y marcharse muy lejos. Cerró la puerta con llave y fue al muelle; desató el cabo con que sujetaba su pequeña y vieja barca y se adentró en la mar.
A los pocos días un barco pesquero encontró la barca vacía, a la deriva y sin tripulante.
Ella, ahora, cuando pasa por delante de la casa, mira como siempre, pero vuelve en seguida el rostro y baja la mirada pues no quiere que nadie vea que una lágrima le nubla la vista.