DOLOR DE MADRE

DOLOR DE MADRE
Es esa hora entre dos luces en que se vislumbra más que se distingue las figuras entre la bruma del atardecer. Ella viene de la tienda. Ha ido a comprar algo para cenar. Anduvo rebuscando en la cartera y solo encontró algunas monedas con las que apenas si ha podido proveerse de un poco de jamón de york y una manzana. Piensa que es más que suficiente para cenar. La tienda está situada en la plaza del pueblo. Al salir, mientras esquivaba a algunos niños que jugaban al balón, ha visto a su hijo Andrés. Estaba tumbado en un banco. Él no se ha dado cuenta de su presencia. Y ¡menos mal! – se dijo ella, al mismo tiempo que agachaba la cabeza y aligeraba el paso con la intención de que no la viera. Le temía como se teme a todo lo que no se puede hacer frente. No deseaba que allí en medio de la plaza todo el mundo les viera discutir o, lo que es peor, que presenciaran las amenazas y los gestos de hostigamiento que con tanta frecuencia había tenido que soportar dentro de la casa. Y aunque le había mirado simplemente unos segundos, había podido darse cuenta de que su estado era lamentable. Mal vestido, sucio, despeinado… Con ropa de poco abrigo y el frío de la noche comenzaba ya a sentirse. Y lo más probable es que no tuviera dinero ni para un triste bocadillo. Porque si había logrado que alguien le diera alguna moneda o había sido lo suficientemente ratero como para robarle a alguien unos pocos billetes, se los habría gastado en la dosis diaria de heroína que necesitaba.
Llegó a casa con una carga de tristeza mayor que la que ya soportaba. Hacía unos quince días que no lo veía, justo desde la noche en que no le quedó más remedio que acudir en auxilio de la guardia civil. Había llegado a casa muy nervioso y excitado y le había pedido dinero. Como le dijo que no tenía y que, a partir de ese momento, aunque tuviera, no le iba a dar nunca más un solo euro para conseguir droga, comenzó a dar golpes a las paredes, a dar patadas a los enseres de la casa, a gritar y a blasfemar… Y no contento con eso, se dirigió hacia ella insultándola y amenazándola con golpearla. Como no iba a ser la primera vez que ello sucediera, y como no tenía ganas de volver al hospital con un brazo fracturado y llena de moretones, como le había pasado en ocasiones precedentes, salió corriendo de casa y acudió al cuartel de la guardia civil donde presentó una denuncia por malos tratos. En otras ocasiones no lo había hecho o se había arrepentido y había retirado de inmediato la denuncia, después de haberla presentado. Y es que no deseaba que fuera llevado ante el juez por miedo a que le metiera en la cárcel.
Al verla allí, el guardia de turno no se extrañó. Es más, mientras firmaba la denuncia, le decía: “acuérdese de que ya la avisé de que esto iba a suceder más pronto que tarde. La droga es muy poderosa, no respeta ni al “sursum corda”.
La guardia civil salió en su busca y, una vez que lo detuvieron, lo que no fue difícil pues después de tantas veces como lo habían hecho, sabían dónde encontrarlo, lo llevaron ante el juez. Este, a la vista de los hechos, y dado que era reincidente, extendió una orden de alejamiento de la madre, prohibiéndole ir a casa o acudir en demanda de ayuda, salvo que fuera con la intención de ingresar en una institución donde poder desengancharse de la droga. A la madre la exhortó a que cumpliera con la orden y no le entregara a escondidas ningún tipo de ayuda. Era la única manera de que, viéndose solo y un tanto desvalido, reaccionara y dejara que le ayudaran.
Desde ese día ella no descansaba de solo pensar en qué situación se encontraría su hijo. A la hora de comer, se preguntaba si tendría algo que llevarse a la boca. Por la noche, al acostarse, con el frío que hacía, se decía que era inhumano lo que estaba haciendo y ganas le daban de salir a la calle en su busca y de traerlo a casa y arroparlo como hacía cuando era un niño. “Porque Andrés fue un niño bueno, se decía. Cariñoso, buen estudiante, hasta que se echó de amigo a aquel muchacho, mayor que él, que le fue embaucando poco a poco hasta que le introdujo en el mundo de la droga”.
Pero sabía, porque así se lo había dicho la Educadora Social, que, aunque le doliera horrores verlo por la calle como un pordiosero, debía mantenerse firme y no ceder por pena o por cariño. Era verdad que le dolía verlo sufrir. Pero también era consciente de que no podía soportar por más tiempo las vejaciones a que la sometía con harta frecuencia.
Mientras comía la loncha de jamón de york y la manzana, resbalaban suavemente por sus mejillas lágrimas de impotencia, de amor y desconsuelo.

AMANECE

AMANECE2015-03-07 13.08.20
Triste y en silencio
se desvanece la noche,
sombra escrutada
por la mirada errante
del caminante
que, parado a descansar
de la fatiga de entonces,
contempla cómo en el infinito
se despereza esa ígnea esfera
que le hace bajar la mirada
y no le permite hacerle frente.

AMANECE
Y, sin embargo,
no es un día nuevo.2014-03-28 12.47.27
Son los mismos árboles,
son las mismas gentes,
es el mismo cielo,
somos los de siempre.
Porque el camino es pedregoso,
angosta la vereda,
escarpada la cumbre,
e inquietante la senda.

AMANECE
Es domingo y el alma se retuerce
cansada de tanto vacío
y tanto denuedo.
Quisiera salir a la calle
a ver pasar a la gente
para así poder decirles
que estoy cansado
y el ánimo me escuece.

 

BENDITA TÉCNICA

BENDITA TÉCNICA

Habían sido casi cuarenta años los que habían vivido juntos: habían compartido alegrías y penas y habían sido muy felices. Pero un día ella se fue sin apenas tiempo de despedirse. La alegría dio paso a la pena y al dolor y la tristeza invadieron el corazón del esposo. La soledad que sentía era tan grande como el espacio que se había instaurado entre ellos. Solo mitigaba su dolor el poder oír cada día en el contestador del teléfono la voz que ella había dejado grabada antes de morir. Él no cambiaba de compañía por no perder esa voz que a él le parecía tan melodiosa y dulce porque era la de la única mujer a la que había amado. Era el bien más preciado que le quedaba de ella. Escucharla hablar era como recuperarla. Era sentirla cerca. A veces pensaba que no había muerto y que de un momento a otro iba a aparecer por la cocina o iba a entrar por la puerta de la casa con la bolsa llena de provisiones.
Escuchar las palabras: “este es el contestador… no estamos en casa…. grabe su mensaje después de oír la señal….” era el sustento de cada día. A pesar de que se le saltaban las lágrimas, él sentía una inmensa alegría porque, gracias a la técnica, podía conservar algo vivo de su amada esposa. Era grande la emoción que sentía con solo pensar en apretar la tecla del contestador. Había días que lo escuchaba dos y tres veces. Luego le hablaba como si estuviera presente y le contaba cómo iba pasando el tiempo y cuánto la echaba de menos.
Hacía ya casi doce años que había muerto y pero él seguía sin cambiar ni de compañía ni de teléfono porque no quería perder la voz de su querida esposa.
Pero una mañana, cuando apretó la tecla del contestador, comprobó horrorizado que el mensaje de voz había desaparecido. ¡No puede ser! Le entró una desesperación difícil de calmar. No podía ni imaginarse tener que seguir viviendo sin las palabras de su esposa, pues era lo que le mantenía vivo. Rebobinaba una y otra vez la cinta del contestador y comprobaba con terror que el mensaje había desaparecido, ¡solo se oía el silencio!
¡Dios, Dios, Dios!, gritaba desesperado. ¡Cómo era posible que se hubiera borrado! Pero ¿quién lo había hecho desaparecer? Y ¿por qué?
Decidió llamar a la compañía y contarles lo sucedido. Le dijeron que efectivamente lo habían borrado ellos mismos pero que había sido por error. Que lo sentían pero que no tenía ninguna importancia pues no costaba nada volver a grabar otro mensaje de voz. Solo cuando les contó lo que significaba para él poder escuchar cada día la voz de su esposa muerta en el contestador, se dieron cuenta de que no era cuestión de grabar otro mensaje sino que era necesario intentar restituir “el mensaje”.
Dos técnicos estuvieron varios días intentando restaurarlo. Al final lo lograron. Cuando llamaron a casa del anciano para comunicarle la noticia, a punto estuvo de desmayarse de contento. Apretó la tecla del contestador y volvió a oír la voz dulce y melodiosa de su querida esposa, muerta hacía ya doce años, pero casi viva gracias a la técnica.

QUIERO VOLVER A LA CÁRCEL

QUIERO VOLVER A LA CÁRCEL

Es de noche y hace frío. Lleva una semana en libertad, durmiendo en la calle y se siente solo y despistado. Ha conocido a un mendigo y agradece su compañía. Como él, tampoco tiene dónde cobijarse. Le ha conocido hace dos días. Le pidió un cigarrillo y se lo dio sin más. Fue él quien sin que le preguntara le contó que acababa de salir de la cárcel. “A mí no me importa, es tu problema. No tienes por qué contarme nada si no quieres”.
Pero él tenía necesidad de desahogarse con alguien y le contó que había pasado 27 años preso y que había conocido treinta cárceles pues cada poco tiempo le cambiaban de penal por conflictivo. “Es una manera de castigarte, así no logras una estabilidad emocional. Ni haces amistades ni sientes como propio ningún lugar”.
Había ingresado por cometer un delito de sangre, aunque ya casi no se acordaba de cuál había sido el verdadero motivo por el que había matado.
Siempre había estado recluido en los módulos donde se encuentran los delincuentes más peligros. Eso le había obligado a aprender a defenderse. Eran muchas las cicatrices que atestiguaban lo que decía. Le habían rajado pero él también lo había hecho porque “los tengo bien puestos, ¿me entiendes?”

“Tenía veinticinco años cuando entré en prisión, ahora tengo cincuenta y dos. He sido muy rebelde, ¿sabes? He hecho huelga de hambre y hasta de silencio. Una vez estuve casi dos años sin hablar ni una palabra. Los funcionarios me querían obligar a que hablara pero yo me mantuve en mis trece y no abrí la boca. Pero nunca he tomado drogas. A mí me gusta mucho el deporte. Yo hacía mucho deporte en la cárcel, era lo que me mantenía en forma por si tenía que defenderme.
Los funcionarios no son todos buenos. Algunos abusan de su poder, por eso yo me comportaba así. Me he sentido terriblemente solo en la cárcel. Mi madre era la única que iba a verme de vez en cuando. Pero desde que murió, hace ya varios años, nadie de mi familia me ha visitado nunca: ni mis hermanos, ni nadie”.

Ha callado un momento y su compañero ha permanecido también en silencio. Están sentados, la espalda contra la pared del pilar del puente donde se han cobijado y bajo el que piensan dormir esta noche. Han cogido unos cartones para cubrirse y protegerse del frío que hace.
Están mirando el cauce del pequeño río que tienen a sus pies. Él enciende un cigarrillo y le dice al compañero: “no entiendo esta sociedad. No me gusta cómo funciona, siento que no estoy preparado para pertenecer a ella. No hay solidaridad ninguna. ¿Qué vamos a hacer? ¿De qué manera voy a ganarme la vida, si me he hecho un hombre en la cárcel?”
El compañero no le contesta pues no tiene respuestas que ofrecer a tanta pregunta.
Él continúa hablando: “¿Sabes una cosa? Yo quiero volver a prisión. Allí me siento bien a pesar de todo. Creo que nunca encontraré un lugar apropiado para mí en esta sociedad”.
El compañero ahora le pregunta: ¿piensas volver a delinquir para regresar al talego?
No contesta pues no quiere volver a mancharse las manos de sangre pero no soporta tener que vivir entre sus semejantes a los que no reconoce como tal.
(Esto no es literatura. Es un caso real, con algún pequeño retoque. Basado en las declaraciones hechas por el interesado.)

HOY ES MI CUMPLEAÑOS o (La felicidad es ficción)

HOY ES MI CUMPLEAÑOS o (La felicidad es ficción)

Las navidades habían quedado atrás. Las luces que engalanaban la ciudad habían desaparecido y la alegría que proporcionaban, aunque para él fuera ficticia, se había ido con ellas. Llevaba ya demasiado tiempo en que solo era feliz en sueños. Cuando despertaba, volvía a la cruda realidad y echaba de menos la época en que era un ser respetado y buen padre de familia. Ahora encontraba que el camino de la vida que le tocaba recorrer estaba lleno de obstáculos. Era duro aceptar la realidad. Intentaba esquivar los impedimentos que la sociedad iba poniendo a su paso y no cejaba en su empeño por lograrlo pero parecía que el destino le hubiera reservado un final lleno de dificultades. Y es que, cuando vives en la calle, solicitas ayuda pero apenas encuentras a nadie que quiera prestártela. No te consideran ya un integrante más de la sociedad. Has sido expulsado. Han cerrado el círculo y no es posible traspasarlo. En respuesta a esa actitud piensas que lo mejor es marchar y por eso te gustaría tomar un tren con destino a ninguna parte y desaparecer. Pero hasta eso te es prohibido, no dispones del dinero suficiente para adquirir el billete o te falta el valor necesario para traspasar la barrera de la vida.

Aquel día recorrió la calle en la que mayor era la competencia, pues eran muchos los mendigos que se situaban en las aceras, y fue leyendo los letreros de los colegas. Y comprobó que cada uno había escrito algo diferente: un negrito, que seguramente había llegado no hacía mucho en patera, ponía: “tengo hambre”. Mensaje corto pero directo al corazón. Una mujer mayor, al menos en apariencia, había escrito: “necesito ayuda, gracias”. Demasiado genérico para que te hagan caso, pensó. Un tercero, un hombre de unos cuarenta años, solicitaba ayuda aludiendo al hecho de tener hijos “Tengo hijos y no tengo trabajo”. Quizá los padres y madres se muestren sensibles, se dijo. Un pobre hombre, con pocos dientes y probablemente demasiados años viviendo en la calle, había escrito el mensaje más tradicional: “una limosna, por favor”. No creo que ya nadie se deje convencer por mensajes como ese.

Él no solía poner ningún letrero. Con el aspecto pensaba que era suficiente. Pero aquel día era especial. Pensó que debía escribir un mensaje, aunque distinto a los que escribían sus compañeros. Debía tener fuerza, dinamismo… Debía ser rompedor, como cuando ideaba eslóganes publicitarios. Él había tenido un buen trabajo, había recibido una buena educación, había estudiado en un colegio de pago…. Después de mucho pensar…. escribió en mayúsculas y con letra bonita: “HOY ES MI CUMPLEAÑOS”.

La gente miraba al pasar el letrero y algunos comentaban algo o ponían cara de extrañeza. Pero muy pocos le echaban una moneda. Él ha decidido poner a sus pies una lata de galletas que ha encontrado en la basura. Y es que cuando la moneda golpea en ella, produce un sonido metálico tan fuerte que hace volver la vista a los que pasan a su lado. Pero apenas si le han arrojado algunos céntimos. El sonido no mueve a caridad a los transeúntes. Van pasando las horas y con las monedas acumuladas podrá comprar algo, pero poca cosa. Empieza a no sentir las piernas por la postura en que se encuentra: estar sentado en la calle, en pleno invierno, es duro.

Desde la otra acera alguien observa el cartel. Recorre los metros que separan ambas aceras y se para frente a él. Parece leer con atención el mensaje que ha escrito y parece meditar pues permanece quieta. De repente le dice: “Venga conmigo, hoy también es mi cumpleaños”. No sabe qué decir ni qué hacer. Por supuesto no se ha levantado de su sitio, simplemente mira a la mujer que tiene frente a sí. Es joven y bella y no está seguro de que no sea una broma. Ella vuelve a decirle: “¡VAMOS, CELEBREMOS JUNTOS NUESTRO ANIVERSARIO!”. Al mismo tiempo que le habla, le está extendiendo la mano invitándole a ponerse de pie. La sonrisa que se dibuja en sus labios, cuando él roza casi con miedo los dedos de su mano, es tan nítida y franca que decide acompañar a aquella “hada madrina” que se le acaba de aparecer.

Aunque su mente está confusa…. Y es que en realidad aquella mujer solo está depositando una moneda en la lata de galletas, mientras acerca su cara a la suya y le dice: ¡Feliz cumpleaños!

¡Para él, la felicidad es ficción!