LAS FORMAS TAMBIÉN CUENTAN
Una de las cosas que hice con mayor frecuencia a lo largo de mi juventud fue transportar manjares a las mesas de los comensales sin poder probarlos nunca. Era mi oficio que no mi profesión. Me ganaba la vida trabajando de camarero en un restaurante para así poder pagarme los estudios. Era un trabajo que desde el primer día me hizo sentirme bien. Me gustaba, sobre todo cuando comencé a servir en el comedor. Era un restaurante de cierto nivel en el que se hablaba inglés y francés y se servían buenos productos y a la vista del cliente, es decir no se introducía de la cocina nada “emplatado”. Cuando ibas a servir, colocabas al lado de los comensales “la gueridon table”, que dicen los franceses: (pequeña mesa con ruedas que puedes desplazar por el local fácilmente) y sobre ella disponía todo lo preciso para servir. Si se trataba de un pescado, había que limpiarlo de espinas. Por lo que necesitabas paleta, cuchara y tenedor. Por supuesto una fuente con el manjar y el plato en el que se servirá la pieza de pescado. Cuando te veían introducir la punta de la cuchara y marcar para separar la espina central, para después pinchar con el tenedor la piel de la merluza y dando vueltas sobre sí mismo ir poco a poco separándola de la pieza, ponían un cara de sorpresa tremenda. No era normal que se sirviera el pescado limpio en restaurantes de provincias.
Era agradable ver que el placer con que el buen señor o la buena señora degustaban el pescado era mayor que si ellos hubieran tenido que limpiar el pescado. El maître nos decía a los camareros que era como hacer una buena obra y que además tendría recompensa en forma de una buena propina. Aunque añadía: “lo más importante es la satisfacción del trabajo bien hecho”. Y en eso yo estaba totalmente de acuerdo.
Claro que este oficio o profesión no solo me sirvió para aprender buenos modales y formas de comportamiento en la mesa, que luego me han servido para no desentonar en eventos en los que la vida me ha ido colocando. Algo para mí más importante fue aprender a conocer al ser humano de mejor manera. Adquirí una intuición que pocas veces me falla y de la que me fío totalmente.
A los pocos segundos de conocer a una persona, después de analizar alguno de sus gestos, (sobre todo cómo mueve las manos), la manera de sonreír, si su mirada es esquiva o franca, (a veces la forma de vestir también ayuda, aunque no siempre) me atrevo a emitir una opinión y a decir si aquella persona es de las que te puedes fiar o no.
Simplemente por la forma de saludar al entrar en el comedor, puedes adivinar muchas cosas: por ejemplo, si el cliente está enfadado o contento. Si te considera o te desprecia.
Pero lo que nos gustaba a los camareros era jugar a las adivinanzas. Hacíamos apuestas por si la pareja que entraba estaba formada por esposos o por amantes. En aquella época aún no existía la posibilidad de divorciarse por lo que (sobre todo los ricos) se agenciaban una amante (ellas, o sea, las esposas, se quedaban en casa cuidando de la prole que solía ser numerosa además).
Por cómo introduce el caballero a su acompañante, ya puedes intuir si ella es su esposa o no. Si retira la silla de su acompañante antes de colocarse en su lugar, puedes deducir que ella no es su esposa o, si lo es, quiere decir que él es un hombre extremadamente galante y educado. Por cómo coge la silla para sentarse y cómo se sienta (la arrastra y produce un ruido más desagradable que la lija sobre una superficie de granito), muestra a las claras la poca educación que tiene y que le importa muy poco el resto de los comensales.
Si el caballero había sido galante con la señora retirándole la silla y ayudándola a sentarse, si se colocaba frente a ella, estaba claro que eran un matrimonio bien avenido y que en público guardaban las formas que la más estricta urbanidad recomienda. Ahora, si se sentaba a su lado, ya podías comenzar a deducir que eran pareja de hecho pero no de derecho. No digamos, si antes de que el camarero les entregara la carta, él tomaba la mano de la dama y mirándola a los ojos, le decía: ¿quieres que pida un aperitivo antes de empezar con la comida? Si la respuesta es: “como quieras, cariño”. ¡Date, aquí hay tomate!
El camarero les ha puesto el aperitivo y ellos leen la carta sin decidirse a elegir el plato que van a tomar. Si es matrimonio, él dice en voz alta: “pues yo me tomaría unos langostinos dos salsas o unas gambas a la plancha, para empezar”. Ella salta como un ave de presa: “no le haga caso, le dice al maître. Antonio, sabes que tienes el ácido úrico por las nubes. Le va a traer unas verduritas salteadas, o mejor, rehogadas con aceite de oliva, que es bueno para el colesterol.”
El marido mira al camarero, este le hace un gesto como diciendo: “no se preocupe que no es el primero al que le pasa esto”, y dice: “pues vale, para qué vamos a discutir, tráigame unas verduras rehogadas”. Y ella continúa, como si no hubiera escuchado al marido: “a mí me va a traer de primero un poco de salmón marinado con salsa tártara, que eso no engorda, (¡no, la salsa no engorda, no te digo!) y de segundo un solomillo poco hecho. Ah, y agua. Yo no bebo vino. (Y lo mira como diciendo, el borracho es este que tiene usted delante, que maldita la hora en que lo conocí). El maître mira ahora al esposo para ver qué va a tomar de segundo pero es ella la que añade: “a mi marido, de segundo, le pone un lenguadito a la plancha. ¿Te parece bien, Antonio?” Y qué va a decir el pobre de Antonio, si sabe que si no le hace caso a su mujer, cuando llegue a casa, le va a echar un chorreo de padre y muy señor mío.
Si la pareja la forman un hombre y una mujer (en aquel entonces: ¡amantes, casi nada!), él le dice a ella: ¿qué te parece si empezamos con unas gambitas a la plancha, rehogadas con un vinito blanco de…. (aquí se detiene y le pregunta: ¿qué te gusta más: Albariño o Rueda?) Ella no entiende así que le deja que sea él quien elija. Pues nos trae Albariño que es mucho mejor. (Con la amante siempre hay que pedir lo mejor). ¿De segundo te apetece pescado o carne? No le deja casi responder y añade: ¿o quieres unas angulitas?, que no están demasiado caras todavía. Ella dice que sí, (nos ha jodido, quién va a rechazar una buena cazuelita de angulas, con lo apetitosas que son). Y ya metidos en faena (continúa él, que se ha venido arriba, y piensa más en lo que le espera, que en la cuenta que va a tener que pagar) nos tomaremos un pocos percebes y unas cigalas a la plancha, así no cambiamos y seguimos con el vino blanco. Sin esperar a que desaparezca el maître que les ha tomado la comanda, vuelve a coger de la mano a la señora, vuelve a mirarla a los ojos y se olvida de que existe otro mundo que no sea el compuesto por él y su acompañante.
El camarero se va más contento que unas castañuelas: ¡menuda mesa! – grita nada más entrar en la cocina. Espero que te esmeres, le dice al cocinero. Se vuelve y comenta con su compañero que desde la distancia ha presenciado la escena: “es un lío”. Desde el primer momento que les he visto lo he sabido». El otro sonríe y dice: “no tiene mérito, estaba claro desde que entraron por la puerta. ¿No viste que la tocaba el culo al entrar?»
(Espero que nadie se sienta ofendido, ni ellas ni ellos. Es en el fondo una parodia, (con mucho de verdad) de la que forma parte la hipérbole o exageración).
Como la vida misma, aunque no me ha guatsdo eso de ….»mejor un Albariño que un Rueda».
Gracias de nuevo por dejarnos disfrutar tus relatos.
jajaja Amigo Luis. Lo del Albariño es porque es más caro no porque sea mejor. (que lo es jejeje) Abrazos