EL NIÑO QUE NUNCA HAB ÍA VISTO EL MAR
Estamos en pleno siglo XX, a comienzos de los años sesenta. El niño vive en una zona donde el único mar que se adivina es el “mar de trigo” que se mece con la caricia del viento. Es más, apenas si ha oído hablar de él salvo cuando ve el mapa que el maestro de la escuela de su pueblo coloca sobre un trípode y ayudado de una regla (que también le sirve para golpear a los alumnos si lo considera oportuno) va señalando y explicando los océanos y los mares que rodean nuestra patria. Palabras como Atlántico o Cantábrico no tienen mayor significación para él que trigo, arado o trilla. Para este niño no tiene sentido que diga el maestro que hay tres veces más de agua que de tierra, cuando él no ve más que tierra y tierra. La que sus paisanos trabajan arando y sembrando cuando llega el otoño y recogiendo la mies cuando quema el sol del verano. Para él, el mar se reduce a un color azulado que contempla en el mapa de hule de la escuela y que lo distingue y lo diferencia del color marrón que define las montañas. El río de su pueblo ya le parece inmenso, así que cuando oye hablar al maestro de la inmensidad del mar, ni se inmuta porque, para inmensas, las tierras de Germán, el rico del pueblo, que no se alcanza a ver dónde acaban, y que las tiene que recorrer montado a caballo.
Pero un día sus padres deciden que tiene que estudiar, es la única forma de salir del ambiente de pobreza que reina en el pueblo, y le mandan lejos de su tierra y de su gente. Tan lejos le mandan, que tarda casi un día entero en llegar. Primero debe realizar parte del viaje en tren. Casi doce horas hasta la ciudad más cercana al colegio donde comenzará a estudiar el bachillerato. Pero el viaje no ha finalizado, aún queda casi lo peor, y es montar en un autobús que recorrerá unos treinta y tantos kilómetros que hay hasta el destino final, transitando carreteras en tan mal estado y con tanta curva que raro es el niño que no vomita antes de llegar.
Muchos de estos niños que han realizado el viaje no han visto nunca el mar. El autocar se desliza por una carretera sinuosa y estrecha, situada a una altura considerable. Y en un momento determinado, el niño que va pensando más en lo que ha dejado atrás que en lo que puede descubrir, va mirando por la ventana desde el asiento del pasillo. Debido a su escasa estatura, apenas si ha cumplido los once años, y recostado como va en el asiento, solo acierta a contemplar a través del cristal de la ventana, una franja o superficie totalmente plana de color gris oscuro, (o eso le parece a él) que le recuerda la carretera que va de su pueblo a la capital, aunque mucho más ancha, extremadamente ancha; ¡tanto!, que la admiración que le produce dicha visión, le hace casi gritar: “¡qué carretera tan grande!”.
En el asiento situado delante de él, se encuentra el curita que les acompañará hasta el colegio. Ha oído la expresión de sorpresa del niño y con sonrisa beatífica (no podría ser de otra forma, tratándose de un cura) le pregunta: “¿hijo, tú nunca has visto el mar, verdad?”
Este se da cuenta entonces de que ha metido la pata y de que aquella carretera no es tal. Es el momento en que es consciente por fin de que ante sus ojos se extiende el mar CON TODA SU INMENSIDAD, como decía el maestro de la escuela de su pueblo. Sintió cierta vergüenza porque en casa le habían enseñado que la ignorancia debía ocultarse y él se había descubierto de forma clara. Pero gracias a él, más de uno de los otros niños, que seguramente estaban contemplando la misma superficie y pensaban cosas similares o vaya usted a saber, hicieron el mismo descubrimiento que él, ya que se levantaron con tanta rapidez de sus asientos y se pusieron a contemplar lo que la ingenuidad del compañero había convertido en carretera, con tanta emoción como les posibilitaba la consciencia de que estaban ante un espectáculo tan maravilloso.
El niño ya no quitó los ojos de lo que más tarde (meses o hasta años) supo que era la ría de Pontevedra. A partir de aquel día aprendió a contemplar el mar y a disfrutar de su visión como antes había disfrutado viendo cómo el viento mecía los trigos de los campos de su pueblo.
Hoy, muchos años después, no podría vivir durante mucho tiempo sin la emoción que el sonido y la inmensidad del mar trae cada día a su corazón.
Algo parecido me sucedió a finales de los 70, en nuestro viaje de fin de curso a Castellón, nos acompañaba una compañera que nunca había visto el mar. A mi me parecía asombroso que alguien no conociera el mar y quería ver su cara cuando lo descubriera. Me senté justo destrás de ella y acostumbrado a realizar ese viaje con mis padres, en el fondo yo era un afortunado, estaba preparado para avisar cuando el horizonte fuera una línea gris azulada. Al ver el mar a la salida de Valencia, le di en el hombro a mi compañera y amiga exclamando: «¡mira el mar!.
Sus ojos, ya de por si grandes, se abrieron como soles y con una cara iluminada, tapándose la boca con la mano susurró: !Que grande!….
Esa misma cara de asombro y sorpresa la he visto en mis hijos años más tarde cuando eran pequeños, cara de sorpresa y alegría. La misma expresión siempre previa a disfrutar de la playa….
Creo que es uno de los espectáculos más impresionantes que puede ver los ojos de un niño por primera vez. Y más en la época que evoco, años 60 que no se salía de casa hasta muy mayor.