(Dedicado a los pioneros en sufrir esta enfermedad y que murieron sin remisión. A los que consiguieron vivir y fueron estigmatizados y sufrieron el desapego de la sociedad. A todos ellos y ellas que sufrieron y sufren en soledad la ANGUSTIA que conlleva el padecerla. A todos los que no son conscientes de que la enfermedad aún existe y de que no es cosa de drogadictos y homosexuales. A los jóvenes, sobre todo, que son los que corren mayor peligro).
Su mirada indicaba a las claras que estaba muy asustado. Me cogió las manos y me dijo:
Estoy muy enfermo, María. Tengo una enfermedad muy rara, que los médicos no saben cómo se puede curar. Dicen que mi cuerpo no tiene defensas. Cualquier virus que me ataque me puede hacer mucho daño. Tengo pulmonía en estos momentos. Y los antibióticos resultan ineficaces.
Yo no sabía qué decir. Me senté a su lado y acaricié su mejilla. Él cerraba y abría los ojos como si no pudiera mantenerlos abiertos mucho tiempo. Le costaba respirar, se lo notaba por el ruido que los pulmones emitían cada vez que inspiraba o expulsaba el aire. Yo, como cualquier persona hace en instantes similares a este, intenté consolarle y le dije:
Bueno, algo se podrá hacer. ¡Cómo que no hay solución! Los médicos a veces, para curarse en salud, te ponen las cosas difíciles, así luego no les puedes reclamar si se han equivocado en el diagnóstico. Estamos en el siglo XX, no en la Edad Media. Verás como al final encuentran la solución.
Abrió los ojos y me miró con cara de resignación. Debía de haber pensado ya muchas veces que todo se acababa. Y nadie mejor que el enfermo para saber cuándo se llega al final del camino. Como no decía nada, le pregunté:
¿Quieres que haga algo por ti? ¿Necesitas alguna cosa?
Sí, hay algo más. (Hizo una pausa para tomar aliento y continuó) Quiero que me digas lo que sientes por mí. No quiero morir sin saber cuáles son tus sentimientos.
La pregunta me sorprendió sobremanera. No me la esperaba y menos en aquellos momentos. ¿Qué debía decirle? ¿Que le quería? ¿Que estaba enamorada de él y que iba a sentir muchísimo que se marchara sin apenas haberle conocido? O sería mejor no decirle la verdad y engañarle diciéndole que le quería como a un buen amigo y que como tal le echaría de menos. Eran ya muchos los segundos que me mantenía en silencio sin responder por lo que él volvió a repetirme la pregunta.
María, ¿estás enamorada de mí?
Y yo, por ganar tiempo, le respondí con la misma pregunta:
Y tú, ¿me quieres?
Esbozó una sonrisa que le cambió el gesto del rostro hasta el punto de hacerme olvidar por un instante que estaba enfermo.
¡Cómo sois las mujeres! Estuvo en silencio unos segundos y después continuó. El día que entré a trabajar en “Las novedades” y te vi por primera vez, supe que eras la mujer de mi vida. Y supe que me casaría contigo y que tendríamos hijos, dos o tres por lo menos. Pero, como soy tan tímido, tardé mucho tiempo en decidirme. Y para cuando me decidí, ya me encontraba enfermo; aunque fue poco tiempo después de haber comenzado a salir contigo, cuando me enteré de que nunca se harían realidad mis deseos. Fui al médico especialista pues seguía sin encontrarme bien, me sentía muy cansado y el médico de cabecera no encontraba el motivo del cansancio. Me hicieron los primeros análisis y los resultados no fueron nada satisfactorios. Volvieron a repetírmelos unos días después y fue entonces cuando me dijeron que padecía una enfermedad extraña de la que no se sabía nada apenas. Fui consciente de la situación y a partir de ese momento me prometí no hacerte albergar ilusiones que nunca podrían llegar a ser realidad. Yo no quería tampoco ilusionarme. Y sufría, nadie sabe lo que sufría por dentro al no poder disfrutar de tu compañía todo lo que hubiera deseado.
Me estás diciendo que estás enamorado de mí.
Movió la cabeza como no dando crédito y, clavando sus ojos, ya sin chispa, en los míos, me dijo:
Estoy tan enamorado de ti como seguro de que me voy a morir pronto. Y de nadie más podría volver a estarlo aunque viviera cien años más.
No pude contener las lágrimas y me abracé a él, mientras le decía al oído de forma casi compulsiva: “te quiero, te quiero, te quiero…….”
(Fragmento del relato «La soledad del perdedor»).