QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS VIVOS

 

Era Navidad. Dos amigos se encontraban en una residencia de ancianos. Eran más de las doce de la noche. No era una hora propicia para visitar a los residentes pero por razones de trabajo no podían hacerlo a otra hora. El vigilante nocturno, que era amigo de uno de ellos, les concedía permiso para ir a hora tan inoportuna.
Iban por visitar a un familiar. Aunque lo veían apenas unos instantes ya que ya estaba dormido como es fácil de suponer. El resto del tiempo lo pasaban hablando y fumando un cigarrillo con el vigilante. Pasado un tiempo prudencial, se volvían a casa.
La oscuridad casi absoluta envolvía el edificio. El silencio solo era roto por los quejidos lastimeros de alguno de los ancianos. Una de estas noches, el más joven de los amigos oyó unos lamentos que le hicieron volver la vista hacia el fondo del lúgubre pasillo intentando adivinar de dónde provenían. Abandonó la compañía del amigo y del vigilante nocturno y se dispuso a recorrer el ala del hospital.
Se enfrentó a un ancho pasillo a cuyos lados se encontraban los cuartos de los ancianos. Eran como los cuartos de los internados de los colegios. No tenían puerta y en cada uno de ellos habría unas diez o doce camas, todas ocupadas por ancianos. Apenas si veía pues solo estaba encendida la luz de emergencia. En el pasillo era suficiente para moverse pero dentro de los cuartos era imposible ver. Tuvo que recorrer el pasillo dos veces, parando a cada poco y con el oído al acecho para poder localizarlo. No podría decir en qué cuarto lo encontró, ha pasado mucho tiempo, solo que la cama ocupaba el lado izquierdo de la habitación y se encontraba hacia la mitad de la fila. El ambiente era bastante sofocante y el olor no muy agradable. Se llegó hasta él sigiloso, no quería despertar a los acompañantes. Se paró a los pies de la cama y vio que se encontraba destapado. Se acercó a la cabecera y le preguntó si deseaba algo, pero no le contestó. El joven no sabía qué hacer. Solo tenía clara una cosa: quería aliviar al anciano el sufrimiento en lo posible. Como estaba destapado hasta la cintura, le arropó. Aunque seguramente hizo mal pues lo que le pasaba es que tenía calor, y por eso se había destapado. Pero no podía saber lo que deseaba e hizo lo que creyó conveniente. Quizá se equivocó, ¡quién sabe! A lo mejor lo que le sucedía era que tenía ya el frío de la muerte entrándole por cada uno de los poros de su cuerpo. Lo miró una vez más y salió en silencio de la habitación. Desanduvo el camino recorrido y se reunió de nuevo con el amigo y el vigilante. Este se le quedó mirando con cara de interrogación y el joven le relató lo sucedido. Le dijo que había hecho bien.

Cuando iban de regreso a casa y durante el día siguiente (y muchos años después, habría que añadir), en la mente de aquel joven solo había una imagen: la del pobre anciano desvalido y en la más absoluta soledad, a pesar de estar rodeado de otros seres como él. Le dio una infinita pena ver a qué queda reducido un ser humano cuando llega al final de sus días.
Al día siguiente volvieron al hospital. En cuanto llegaron, le preguntaron al vigilante por el anciano de la noche anterior. Este les dijo que se había muerto. Que debió de morir en el transcurso de la noche pues por la mañana, al ir a levantarlo, comprobaron que ya estaba frío.
La noticia impresionó al joven que le había arropado. Pero se sintió contento consigo mismo por haber sido el último ser humano que le había proporcionado un poco de compañía. Aunque solo fueron unos segundos los que le dedicó, fueron los únicos segundos en que no estuvo solo frente a la muerte.
Bien se podría decir parafraseando al poeta: “qué solos se quedan los vivos”.

F I N ( 14 de octubre de 2013)

2 opiniones en “QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS VIVOS”

  1. Ya he estado en tu blog. Lo primero que he leído me ha gustado. Lo cierto es que no sólo me ha gustado, también me ha emocionado. Te seguiré visitando…que sepas que estaré ahí.

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