PREGUNTA SIN RESPUESTA (Dolor de madre II)
Era esa hora de la noche en que el peso de la soledad es tan enorme que se hace difícil de soportar. Sentada al lado de la cama de hospital donde su esposo agoniza, envuelta en el silencio y en la oscuridad de la habitación, llora mientras intenta encontrar en su recuerdo algo que justifique el desapego de su hijo hacia ellos, sus padres. Y no encuentra razón alguna pues no hubo más que amor y sacrificio en su actuar. Mira a su alrededor y no tiene a nadie a quien acudir en busca de consuelo. Observa el rostro de su esposo y no halla en él más que una mueca de dolor, único signo ya de vida.
Posa la mirada sobre el cielo que apenas se divisa a través de la ventana y por su mente pasan rápidas las imágenes del niño que fue, del joven que estudió en la universidad con harto sacrificio por su parte y la de su marido, y ascendió en la escala social; del hombre que les hizo abuelos y del extraño en que se ha convertido hoy en día, y no entiende por qué. Son demasiados años los que lleva sin verle ni a él ni a su familia. Demasiado tiempo esperando que un día apareciera por casa y dijera: “hola, madre” y les diera un beso.
Y recuerda entonces el día en que tuvo que acudir a la iglesia, de incógnito y a escondidas, para que no se molestara. Y rememora con dolor cómo estuvo toda la ceremonia sin saber muy bien quién, de todas aquellas niñas vestidas de blanco situadas frente al altar, era su nieta, porque hace tanto tiempo que no la ve que ya no puede distinguirla ni reconocerla. Pero se conformó con admirarlas, a sabiendas de que una de ellas era “ella”, la niña que no había podido apenas estrechar entre sus brazos ni había visto crecer.
Había mandado recado al hijo a través de un familiar, para decirle que su padre se moría. Creía que, en un momento así, vendría a ver a su padre, al menos. Pero habían pasado los días y no había dado señales de vida. Y ahora que ya es inminente el fatal desenlace, no sabe si le produce mayor dolor la muerte del esposo o el desapego del hijo. Y no está segura de poder soportar tanto dolor sola.
Mientras llora de nuevo, se pregunta qué han hecho mal para ser tratados con tanta indiferencia por el hijo al que tanto han amado y por el que se desvivieron día tras día.
Sin darse cuenta, se ha quedado dormida. Siente una mano posarse sobre su hombro y una voz que la despierta y le dice: “ya es de día. Debe salir mientras atendemos al enfermo”.
Fuera, en el pasillo, mira a un lado y a otro y no encuentra a nadie a quien acudir. Y piensa: ¡Es duro sentirse indefensa, triste y sola al final de la vida!