EL NIÑO Y LA COMETA

EL NIÑO Y LA COMETA

El niño miraba sorprendido pues nunca había visto nada parecido. Su padre tenía entre las manos algo que él no acertaba a distinguir ni a poner nombre. La forma de aquel objeto era un tanto extraña para él. No era cuadrada, ni rectangular, aunque tenía cuatro lados. Era …¿trapezoidal en forma de flecha? Había aprendido la palabra en la clase de matemáticas y le parecía que era esa la forma que poseía aquel artilugio. Además llevaba una especie de cola que finalizaba en una cuerda muy larga que su padre recogía y enrollaba en ese momento.
Se marchó a la calle a jugar con los amigos sin que su padre le comunicara qué pensaba hacer con el trapecio en forma de flecha y sin que tampoco él se atreviera a preguntarle.
No había transcurrido mucho tiempo, unos minutos quizá, cuando vio que un grupo numeroso de niños, que no eran los amigos con los que estaba jugando, salían corriendo en una dirección, persiguiendo (¡oh, sorpresa!) el artilugio que instantes antes había visto manejar a su padre en casa. Tanto él como sus amigos se unieron al grupo que ya rodeaba a su padre. Este intentaba subir hacia lo alto la cometa. Cuando lo logró, su mirada se quedó clavada en el cielo viendo cómo la cometa volaba mientras su padre la manejaba desde tierra con gran maestría. Un sentimiento de orgullo recorrió todo su cuerpo y mente y quiso participar de ello e intentó acercarse más a él; pero de pronto, sin prestarle atención ninguna, su padre salió disparado tras la cometa a la que parecía perseguir mientras ella volaba cual ave que surcara el cielo.
Él se quedó atrás mientras los demás niños corrían y corrían contentos de ver cómo volaba por el cielo el trapecio en forma de flecha. Solo podía pensar que su padre no le había ni siquiera mirado. ¡Con lo que le hubiera gustado ser partícipe del acontecimiento! Por ello se sintió desplazado y fuera de sitio. Y fue entonces cuando por primera vez experimentó lo que significaba la palabra soledad.
Mientras observaba ya parado, perdida toda curiosidad por ver cómo acababa la aventura que inicialmente pensaba iba a ser algo maravilloso, no en vano él era el hijo de quien manejaba el hilo que hacía volar la cometa, no solo intuyó sino que se dio cuenta de que, a partir de ese instante, ya jamás surcaría, cual cometa, el cielo de la vida unido a su padre por ningún hilo a través del cual dirigiría su destino.
Casi ya no veía el grupo de niños que perseguían a la cometa mientras esta seguía volando por el cielo azul y apenas si percibía el sonido de sus gritos. Un tanto triste y compungido por la desolación que albergaba su alma, volvió a casa a sabiendas de que, en cuanto se le presentara la ocasión, destruiría la causa de su tristeza: ¡la puta cometa!

 

VEN, TENGO QUE HABLARTE

VEN, TENGO QUE HABLARTE
Había ido a la tienda como cada mañana a proveerse de lo necesario para preparar de comer a los suyos. A su lado había dos mujeres que hablaban en voz baja pero no lo suficiente como para que sus oídos percibieran de forma nítida y clara los sonidos que conformaban el nombre de la persona que, siendo niños casi, tanto la había amado. Casi le dio miedo repetirlo mentalmente. Eran demasiados años los que había estado prohibido pronunciar su nombre en su casa. Su padre le había avisado: “que sea la última vez que me hablas de él”.
Comentaban que había vuelto hacía unas horas y que estaba igual que cuando se marchó apresuradamente. Ella sabía que fue por miedo a las amenazas de su padre por lo que salió huyendo. No deseaba que cortejara a su hija: “era poca cosa, ella merecía más”.
Ahora sí se atrevió por fin a pronunciar su nombre una y otra vez. Al mismo tiempo que sus labios recitaban, como si de una oración se tratara, su nombre, sintió que algo se removía dentro de sí. Algo que conocía perfectamente y que llevaba aletargado muchos años pero que ahora revivía con la fuerza y el vigor de entonces. Y sintió que la sonrisa que afloraba en su rostro era producto de un sentimiento de alegría, casi felicidad, que de nuevo anidaba en su alma. El calor que experimentaba en sus entrañas no era otra cosa que el fuego de antaño reavivado por la ráfaga de su imprevista llegada. Hacía tantos años que se había ido que ya no le quedaba apenas resquicio a la esperanza de volver a verlo.
Regresó a casa y estuvo todo el día nerviosa y tensa, con un solo pensamiento, encontrarse de nuevo con él, y una sola imagen, la de la figura del niño que antaño la amó con locura.
Estaba mirando por la ventana que daba a la calle y lo vio pasar. Él dirigió su mirada hacia el interior de la casa y, aunque no podía verla, a ella le pareció que le hablaba. Tenía que decidir en un instante qué hacer: salir en su busca o dejarlo pasar, seguramente ya para siempre. Y fueron muy pocos segundos los que tardó en decidir que merecía la pena intentar rescatar parte del pasado. Sin preguntarse si estaba o no presentable a sus ojos, salió corriendo a la calle y casi gritó su nombre. Él, al oírlo, volvió la vista atrás y se encontró con su mirada que casi no reconoció. Se acercó a ella y esta lo tomó de las manos y lo introdujo dentro de casa. “Ven, tengo que hablarte”. Y, lo que debía haber sucedido tanto tiempo antes, ocurrió muchos años después pero con la misma intensidad y el mismo amor de entonces.

 

QUÉ SOLOS SE QUEDAN LOS VIVOS

 

Era Navidad. Dos amigos se encontraban en una residencia de ancianos. Eran más de las doce de la noche. No era una hora propicia para visitar a los residentes pero por razones de trabajo no podían hacerlo a otra hora. El vigilante nocturno, que era amigo de uno de ellos, les concedía permiso para ir a hora tan inoportuna.
Iban por visitar a un familiar. Aunque lo veían apenas unos instantes ya que ya estaba dormido como es fácil de suponer. El resto del tiempo lo pasaban hablando y fumando un cigarrillo con el vigilante. Pasado un tiempo prudencial, se volvían a casa.
La oscuridad casi absoluta envolvía el edificio. El silencio solo era roto por los quejidos lastimeros de alguno de los ancianos. Una de estas noches, el más joven de los amigos oyó unos lamentos que le hicieron volver la vista hacia el fondo del lúgubre pasillo intentando adivinar de dónde provenían. Abandonó la compañía del amigo y del vigilante nocturno y se dispuso a recorrer el ala del hospital.
Se enfrentó a un ancho pasillo a cuyos lados se encontraban los cuartos de los ancianos. Eran como los cuartos de los internados de los colegios. No tenían puerta y en cada uno de ellos habría unas diez o doce camas, todas ocupadas por ancianos. Apenas si veía pues solo estaba encendida la luz de emergencia. En el pasillo era suficiente para moverse pero dentro de los cuartos era imposible ver. Tuvo que recorrer el pasillo dos veces, parando a cada poco y con el oído al acecho para poder localizarlo. No podría decir en qué cuarto lo encontró, ha pasado mucho tiempo, solo que la cama ocupaba el lado izquierdo de la habitación y se encontraba hacia la mitad de la fila. El ambiente era bastante sofocante y el olor no muy agradable. Se llegó hasta él sigiloso, no quería despertar a los acompañantes. Se paró a los pies de la cama y vio que se encontraba destapado. Se acercó a la cabecera y le preguntó si deseaba algo, pero no le contestó. El joven no sabía qué hacer. Solo tenía clara una cosa: quería aliviar al anciano el sufrimiento en lo posible. Como estaba destapado hasta la cintura, le arropó. Aunque seguramente hizo mal pues lo que le pasaba es que tenía calor, y por eso se había destapado. Pero no podía saber lo que deseaba e hizo lo que creyó conveniente. Quizá se equivocó, ¡quién sabe! A lo mejor lo que le sucedía era que tenía ya el frío de la muerte entrándole por cada uno de los poros de su cuerpo. Lo miró una vez más y salió en silencio de la habitación. Desanduvo el camino recorrido y se reunió de nuevo con el amigo y el vigilante. Este se le quedó mirando con cara de interrogación y el joven le relató lo sucedido. Le dijo que había hecho bien.

Cuando iban de regreso a casa y durante el día siguiente (y muchos años después, habría que añadir), en la mente de aquel joven solo había una imagen: la del pobre anciano desvalido y en la más absoluta soledad, a pesar de estar rodeado de otros seres como él. Le dio una infinita pena ver a qué queda reducido un ser humano cuando llega al final de sus días.
Al día siguiente volvieron al hospital. En cuanto llegaron, le preguntaron al vigilante por el anciano de la noche anterior. Este les dijo que se había muerto. Que debió de morir en el transcurso de la noche pues por la mañana, al ir a levantarlo, comprobaron que ya estaba frío.
La noticia impresionó al joven que le había arropado. Pero se sintió contento consigo mismo por haber sido el último ser humano que le había proporcionado un poco de compañía. Aunque solo fueron unos segundos los que le dedicó, fueron los únicos segundos en que no estuvo solo frente a la muerte.
Bien se podría decir parafraseando al poeta: “qué solos se quedan los vivos”.

F I N ( 14 de octubre de 2013)

RESPETO O ADMIRACIÓN


¿RESPETO O ADMIRACIÓN?

Un día le pregunta el niño al abuelo pues tiene que responder a unas cuestiones de lengua española:
– Abuelo ¿qué es mejor respetar o admirar?
– Mira, te responderé con una frase de un filósofo suizo llamado Jean Jacques Rousseau que dijo que “siempre es más valioso tener el respeto que la admiración de las personas”.
– Y ¿por qué? ¿en qué se diferencia uno del otro?
– Muy fácil, hijo. Hay personas a las que se las admira por su habilidad para desarrollar alguna actividad del tipo que sea: profesional, deportiva, etc. Y, sin embargo, no merecen el más mínimo respeto.
– No entiendo, abuelo.
– Escucha: ser admirado quiere decir que los demás reconocen tus méritos porque en el fondo se declaran incapaces de hacer lo que tú haces o porque pocos lograrían algo similar. Se valora la actividad no a la persona.
Ser respetado quiere decir que los demás te admiran pero al mismo tiempo te valoran como ser humano pues reconocen que eres bondadoso, cabal, digno, consecuente y de firmes convicciones; lo que no te impide al mismo tiempo respetar las de los demás por muy distintas que sean a las tuyas.
Un filósofo francés, llamado Voltaire, dijo más o menos respecto a esto: “no estoy de acuerdo con tus ideas pero daría la vida por tu derecho a defenderlas.” Porque la persona, hijo, no es un ente abstracto, tiene sentimientos, ideas, creencias… Y hay que respetarlas aunque no nos gusten o nos parezcan necias.
– Es decir, ¿hay que tener respeto por las prácticas religiosas o políticas, de los demás? – preguntó el niño.
– Claro, hijo. Esa es la base de la convivencia.
– ¿Aunque no estemos de acuerdo con esas ideas?
– Así es. Aunque nos parezcan absurdas.
El niño se quedó pensativo un momento y añadió:
– ¿Quiénes son, abuelo, las personas y las ideas dignas de respeto?
El abuelo sonrió y dijo: “la gente sencilla que no busca ni se afana en acumular riqueza y valora más la sonrisa de un niño como tú que la cuenta corriente que tiene en el banco. Ese tipo de personas son normalmente dignas de respeto. Y en cuanto a las ideas, pues las que persiguen el bienestar común y no el enriquecimiento personal”.
El niño se levantó de la silla, besó al abuelo y le dijo: “yo te admiro y respeto, abuelo, y además te quiero”.

IN MEMORIAM (A MI AMIGO GABI)

IN MEMORIAM”
Hoy me he enterado de que mi compañero de trabajo y amigo ,“Gabi”, lleva muerto algún tiempo. Me he disgustado más de lo que preveía.
A veces me gusta decir, porque es cierto además, que donde adquirí las herramientas que luego me han servido para ejercer mi profesión con eficacia pero sobre todo con dignidad, no fue en la universidad sino en el mundo de la hostelería.
Y no solo por que el contacto con los clientes, alguno de ellos insigne, me impregnara de sabiduría (nada como escuchar las conversaciones de algunas personas para aprender), sino también por lo que enseñó alguno de los  compañeros con los que trabajé.
De todos ellos el más importante para mí fue “Gabi”, el «maître» del restaurante al que llegué allá por el año 1972.
Yo lo llamaba el “Paul Newman” palentino, a pesar de que se peinara al estilo Elvis. Era rubio, alto y guapo, de ojos claros, mirada viva y sonrisa picarona, que denotaba lo inteligente además de buena persona que era. He presenciado cómo más de una mujer trituraba literalmente con la vista a aquel joven elegante, vestido de esmoquin, que les tomaba la comanda. Había noches que el teléfono sonaba varias veces, y no para reservar mesa, precisamente. Cuando descolgabas, siempre era una voz femenina la que decía: “¿está Gabi?” Más de una mujer palentina podría dar fe de que lo que digo es verdad.
Estaba muy preparado para ejercer su profesión: era de los pocos “maîtres” de la ciudad que hablaba francés e inglés con corrección. Era exquisito en el trato con todo el mundo, no solo con los comensales. Lo primero que me llamó la atención fue que se dirigiera a los trabajadores de usted y jamás con una voz más alta que otra. Si tenía que corregirte, lo hacía las más de las veces sonriendo, con lo que quitaba importancia al error cometido.
También era muy generoso. Cuando, pasado el tiempo, la confianza que primero había presidido nuestra relación se cambió en amistad, salíamos a tomar una copa, decía que le gustaba ir conmigo porque aprendía cosas que con otros no podía lograr, jamás me dejaba pagar a mí. “Cuando acabes la carrera, ya me invitarás”, decía. Y el caso es que quien aprendía en su compañía era yo.
En esas salidas era cuando nos desvelábamos alguno de nuestros secretos. Así fue como yo supe que su mujer había muerto en un accidente de coche “por mi culpa, decía, pues la tomé en brazos al verla en el suelo ya que había salido despedida. Pero cómo iba a imaginar que la estaba matando en ese preciso instante”. Y callaba mientras las lágrimas mojaban su rostro que ocultaba parcialmente de la vista de los otros acompañantes de barra, acercando el vaso de güisqui con coca-cola a la boca, aunque no podía beber y debía esperar un instante hasta recobrar la serenidad perdida.
“A las pocas horas murió. Se fue de este mundo dejándome solo con tres niños: uno de casi tres años, y dos mellizos de unos pocos meses. “¡Qué perra vida!” Siempre terminaba de la misma forma el episodio de la muerte de su esposa.
En otras ocasiones era yo quien le contaba mi vida, que también era un poco perra, por entonces. Con el tiempo, la afinidad en la desgracia fue haciendo que nos uniéramos en el sentimiento y la amistad creciera hasta el punto de que años después, cuando ya había terminado la carrera, me invitara a la comunión de los dos mellizos.
Pero así como estaba muy preparado para desempeñar el cargo de ”maître” de restaurante, era un perfecto desastre en lo tocante al vivir de cada día. Y así fue como se dejó llevar por un remolino en forma de mujer que le hizo perder el norte.
La última vez que lo vi fue el día en que fui a comer al restaurante que había montado con otro compañero. Me confesó que las cosas iban muy mal y que tendría que cerrar. Al poco tiempo volví y el negocio había cambiado de dueño. Me dijeron que mi amigo se había ido a La Coruña.
Hoy, y no sé por qué hoy y no hace meses o años, incluso, he preguntado por ti y me han dicho que te has ido pero esta vez para siempre.
¡Adiós, amigo. No tengo ningún güisqui con coca-cola entre las manos como entonces pero las lágrimas anegan mis ojos como aquellas noches en que nos consolábamos mutuamente, al mismo tiempo que nos emborrachábamos para así olvidar:
¡¡¡¡¡¡¡Qué perra es la vida!!!!!!